Ocupa demasiado espacio la política italiana y la política editorial de los periódicos en los que trabajó, muy revueltas ambas y entre ellas, y muy menores. Sin embargo, oh:
Una llamada de Milán me informa de que Longanesi ha muerto. Le ha dado un infarto ante su mesa de trabajo, sobre la que estaba desplegada una carta mía de hace diez días, que empezaba así: "Querido Leo, esa noche he sonñado que habías muerto…” [Es la primera entrada del libro y es premonitoria también de su tono. El libro está lleno de necrológicas]
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Parece imposible: durante las inundaciones, lo primero que viene a faltar es el agua.
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Leer a Vergani es como comerse un melocotón: después sientes la necesidad de lavarte las manos para librarte de la pegajosidad.
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Sólo la hipótesis de que la hembra del cuco sea sorda puede explicar el canto del cuco.
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[…] Al final, invariablemente, concluyo que sólo quienes lo poseen en abundancia dudan de su propio talento. Y así, a las muchas virtudes que en los momentos de orgullo ya me atribuía, acabo añadiendo, por humildad, la modestia.
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En Italia la pedrada que le rompe la nariz al monumento a Dante es una “tradición” mucho más sentida que la Divina Comedia.
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La mayor prueba de amistad y de confianza que un intelectual puede dar a otro intelectual es la de confesarle que no ha vuelto a leer a Leopardi desde la época del colegio, que no tienen ningunas ganas de hacerlo y que las pocas veces que lo ha intentado se ha muerto de aburrimiento.
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Hoy, por la calle, me ha asaltado un sordo y bajo sentimiento de envidia y de rencor hacia los inquilinos de un inmenso y reluciente automóvil americano. ¿Será acaso el primer atisbo, en mí, de una “conciencia social”?
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Historia de la aristocracia. El abuelo era insolente con los superiores. El padre con sus iguales. Él con los inferiores.
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Idarica Gazzoni: una princesa falsa, que dice “mierda” y “gilipollas” como una princesa de verdad.
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No es que Barzini tenga una altísima opinión de sí mismo. Es que la tiene bajísima de los demás.
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Fascismo. La más cómica tentativa para instaurar la seriedad.
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Bacchelli trabaja infatigablemente, desde hace sesenta años, en la edificación de un pedestal sobre el que, a su muerte, no sabremos qué colocar.
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Visita de Alberto Bevilacqua que me induce a una lucha más activa “contra la mafia de la cultura de izquierdas”. Me describe con gruesos trazos sus fechorías y sus peligros: “Si no nos unimos” dice “si no coordinamos nuestros esfuerzos, si no formamos una… una…”. Evidentemente, busca un sinónimo de mafia. Pero a mí no se me ocurre ninguno que sugerirle.
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[Tucídides:] La felicidad del hombre es la libertad. Y la libertad es la valentía.
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Qué estupendo sería si a Carli se le pudiera guillotinar, aislándole la cabeza. No las conozco más lúcidas y eficientes. Pero lo que me preocupa es el resto.
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Su adulación se muestra tan a las claras que jamás me reserva sorpresas, excepto una: el hecho de que yo no me sepa resistir.
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[Spadolini, director de Il Corriere le felicita por su artículo sobre la llegada a la luna:] “Excelente. Se ve perfectamente que has vivido la hazaña espacial con pasión toscana: exultando no tanto por la victoria de los americanos, como por la derrota de los rusos”. Es cierto.
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La intelligentsia es de izquierdas por definición. La de derechas no es intelligentsia.
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A mí, oír hablar mal de los Estados Unidos en estos convites de riquísimos industriales que sin los Estados Unidos habrían terminado como bedeles de los Krupp o como inquilinos de un campo de concentración en Siberia, me revuelve el estómago. Y es una pena, porque las cosas merecedoras de una buena digestión son excelentes, del caviar al champán.
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[Sobre Dino Buzzati] Como todos los auténticos poetas, ese cándido cínico nunca ha sabido lo que hacía. Un pajarito canta en su garganta, y él transcribe las notas sin darse cuenta de si es un gorjeo o un gallo. Confío que este poema sea un gorjeo. Lo espero vivamente. Los de Dino son de los pocos éxitos ajenos que no dan rabia. Y me gustaría mucho que, una vez agotada su vena fabulosa y mágica, hubiera encontrado otra. Dino lo sabe y me ha pedido que haga una reseña del libro. Se lo he prometido. Si es bueno, hablaré del libro. Si es malo, del autor. El sistema de siempre.
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“Tu hijo se entusiasma sólo por las cosas que no entiende, y por eso se muestra siempre tan entusiasta”, le escribí a Arnoldo [Mondadori] en mi carta de despedida.
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Scalfari me ataca en L’Expresso. […]
—¿No lo vas a leer?, me pregunta [su informante].
—No. Veo sólo que para hablar de mí usa unas cincuenta líneas. Y con eso me basta. ¡A publicidad regalada no le mires el diente!
Capto en sus ojos un resplandor de admiración.
Pero en casa bien que leo el artículo. Y me enfado. Pero decido no contestar hasta mañana, cuando se me haya pasado la rabia.
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Con todo, un momento de auténtica grandeza en mis días sí que hay: por la mañana, cuando, mirándome al espejo, rechazo victoriosamente la tentación de ocultar mi calvicie bajo algún emparrado. César, que era César, sucumbía.
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[Van muriendo amigos suyos] Definitivamente, es como avanzar en un claro barrido por la metralla.
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Todas las mentiras sobre las que se ha construido nuestra vida nacional —de la Unidad de Italia a la Democracia— acaban por pasarnos factura. Y yo también tendré que morir bajo sus escombros sin haber creído en ninguna de ellas.
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¡Hay que ver las cosas que nos impone tolerar, esa tolerancia!
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[Un artículo suyo] Yo no estoy del todo satisfecho, porque me ha costado mucho esfuerzo, he tenido que rescribirlo varias veces, y eso quiere decir que no he encontrado aún el tono justo. Tal vez haya querido meter en él dosis de inteligencia superiores a las mías. Tengo que recordar, cueste lo que cueste, que yo soy Montanelli, no Longanesi o Flaiano, y que mi fuerza es la naturalidad. Ésta redime de todo: hasta de la trivialidad.
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Yo vivo de los lectores. Los lectores no me imponen más servidumbre que la sinceridad: la única que no pesa.
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¡Pues claro que Moravia es el autor italiano más traducido en el extranjero! ¡Si lo es ya en su propio idioma!
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[El acuerdo de simular una discusión pública en la prensa con Bergamo] Ha terminado como me temía. Al leer mi respuesta a su segundo ataque, Bergamo me telefonea:
—Te la publico —dice resentido— porque ése era nuestro pacto. ¡Pero tú muerdes!
—¡Tú también muerdes! —replico.
—¡Sí, pero tú haces daño!
Y yo no sé qué decir, porque él daño no hace.
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Las regiones [o sea, las comunidades autónomas a la italiana] sólo servirán como instrumento de lucha sin cuartel contra el poder central, y serán, por tanto, una nueva y más potente causa de confusión y de parálisis.
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¡La provincia! Llena de sueños de evasión, y despiadada con quien intenta realizarlos.
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De manera que el lector, pobrecillo, creerá estar juzgándolo con su propia cabeza sin darse cuenta de que la cabeza se la hemos confiscado nosotros. He aquí un cumplido ejemplo de eso que los imbéciles llaman “objetividad periodística”.
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Con sus habituales cautelas o reticencias (para entender lo que dice hace falta siempre un radar), Castiello me advierte…
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Tengo que hacer todo lo que pueda, aunque no pueda hacer nada.
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[Al recibir el premio Giono] He dado las gracias —en francés— diciendo que la última vez que lo vi, Jean Giono, que acaba de recibir un premio, me dijo con gesto de enorme aburrimiento: “Y pensar que tal vez haya algún día un premio que lleve mi nombre…” Todo falso. No llegué a conocer nunca a Giono. Pero a la gente (cuatro gatos) le hizo mucha gracia ese recuerdo mío.
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Borges [excusándose por no tener ni idea de quién es un brasileño por el que le pregunta, en tono de disculpa]: “Verá, para nosotros, los argentinos, Brasil es Suramérica…"
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—Esta es la primera vez —dice— que la Democracia Cristiana corre un riesgo verdadero de ruptura. Y ya puedes imaginarte qué drama supondría.
—Supondría un drama —digo— si la DC fuera realmente un dique contra el PCI. Pero si no sirve para eso, ¿para qué sirve?
[…]
Forlani se queda una hora más intentando convencerme en vano.