El ancianísimo sacerdote --bien lo sabemos de otras homilías-- es un sentimental y, por tanto, un elegíaco. Debe de frisar los 90 y todavía se le saltan las lágrimas cuando recuerda a su madre, con lo que se gana todas mis simpatías, y le falta poco para definirse como "un pobre huerfanito", tal y como hacía aquel mendigo viejo que vio Eugenio d'Ors con aprobación. Ayer, al empezar la misa, nos dijo que llegaba conmocionado porque se había enterado de la muerte de un compañero de clase, allá en Huelva, con el que jugaba a la pelota, al fútbol. En el memento de difuntos volvió a hablarnos de él, y nos pidió que rezáramos "por ese chico [sic]". Yo me sonreí. Añadió a modo de contundente epitafio y elogio moral definitivo: "Era un gran deportista". Y no dijo: "Oh", pero se vio que lo pensaba. A pesar de la inquietud que me produce esa manía, muy de colegio de curas antiguo, aunque ahora extendida por todas partes, de considerar el deporte como una virtud moral de enorme superioridad, volví a sonreírme. Primero, porque recordé que el enérgico san Pablo, a quien yo le perdono todo, dio pie a esa mixtificación al comparar el camino a la santidad con una carrera olímpica; segundo, porque estaba convencido de que en los setenta y tantos años que mediaban entre aquellos partidos de fútbol y el deceso, el chico habría tenido tiempo de hacer muchísimos más méritos; y tercero, porque vislumbré en un fogonazo fugaz dos o tres regates y un golazo por todo la escuadra de un muchacho en blanco y negro tal y como los estaba viendo nítidamente y a colores el viejo jesuíta.
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2 comentarios:
Que bueno. Son un ejemplo estos "chicos" de 90 años que siguen enamorados de la vida.
¡Qué maravilla!
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