miércoles, 4 de julio de 2007

Defensa del interés

Todavía recuerdo, de mis lejanísimos años de universitario, la cuesta arriba del último examen, que caía por estas fechas. Llegaba yo al borde de mis fuerzas, aunque las hubiera gastado muy poco a lo largo del curso, y con la cabeza en un veraneo que anunciaban con estridencia los termómetros y los vestidos de nuestras compañeras de clase. Una sensación similar me entumece ahora ante el debate del estado de la Nación, que cerrará la actividad del Parlamento hasta septiembre.

La situación española lo hace importante. Tenemos a una ETA fortalecida y envalentonada tras un muy oscuro proceso de negociación, Navarra en el alero, una Educación para la Ciudadanía que está provocando rechazos en buena parte de la ciudadanía, que prefiere educarse sola, unos proyectos estatutarios pendientes del Tribunal Constitucional y que generan dudas hasta entre sus mismos padres, como Maragall, y una política internacional que, en cambio, no genera ninguna duda: es un desastre. Pero a pesar de todo, uno tiene que vencerse para seguir el debate con atención sin abandonarse a sus horizontales ensoñaciones playeras.

Me pregunto: "¿qué se gana estando pendiente de los discursos de nuestros políticos, incluso de aquéllos a los que nos cuesta creer?” Es una pregunta equivocada, me parece. La democracia es un derecho nuestro, pero de tanto insistir en ello se nos va olvidando que también es un deber. Para los griegos, inventores del sistema, la vida pública era un ejercicio básico de los hombres libres, una parte fundamental de sus obligaciones. Para nosotros debería ser igual, aunque eso conlleve un esfuerzo de compromiso y de crítica. Y aunque suponga ciertas dosis de sufrimiento —o al menos de preocupación— cuando los asuntos vienen turbios.

Aquellos españoles del siglo XIX que renunciaban a la libertad gritando “¡Vivan las caenas!” al paso del absolutista Fernando VII no eran tan bestias como nos hicieron creer en el bachillerato. Conocían de primera mano las exigencias personales que implican el liberalismo y la soberanía nacional, y preferían dedicarse a sus cosas, dejando la gestión pública al poderoso, que entiende.
La tentación de la España actual es en cierto modo parecida: gritar “Vivan las caenas (en este caso, de televisión)”, con idea de que ellas se ocupen de darnos —entre series y cotilleos— las noticias y las opiniones bien mascadas.

La prensa escrita deja más margen de pensamiento, más espacio entre líneas, pero ni aún así quiero ofrecer hoy mi opinión. Sólo vengo a animar al lector a formarse la suya de primera mano tras oír y comparar los principales discursos. A animarle, y a animarme.
[Grupo Joly]

4 comentarios:

Corina Dávalos dijo...

¡Muy bueno!

Ángel Ruiz dijo...

Viene bien que me animes a recuperar el interés por la política: lo tengo por los suelos.

Anónimo dijo...

Está muy bien, pero en tu comentario sobre los españoles que gritaban "¡Vivan las caenas!", no es tal y como dices. La soberanía nacional y el liberalismo se ocuparon de la cosa pública de un modo mucho más centralista que Fernando VII. De ahí, en parte, las guerras posteriores. Así, pues, tan comodones eran los "absolutistas" como los liberales. No es ese el sentido de "¡Vivan las caenas!"

Anónimo dijo...

En lo concerniente al debate, soy optimista. Peor es imposible. !! Que malos son !!. Que falta de oratoria. A estos dos los coge Suárez, González , Aznar e incluso Calvo Sotelo y les duran un cuarto de hora y sin despeinarse. Falta de claridad,de estructura, de chispa. No fueron capaces de improvisar( que va en el sueldo) ni tan siquiera en los turnos de réplica.
Si somos lo que leemos, estos dos se habían leido un libro de Física Cuántica muy gordo, con las letras pequeñitas y sin dibujitos. En cuanto a lo político, ya lo dijo Don Quijote: " cosas peores veredes, amigo Sancho" .