Me sale mal lo pequeño y lo mediano, lo importante sigue bien, no preocuparos. El otro día, sin ir más lejos, Leonor se apuntó a una excursión al Coto de Doñana con mis compañeros de instituto, y eso está fenomenal. Como ella sale tarde de la bodega, se llevó un bocadillo para remediar el almuerzo. A mí, en cambio, uno de los compañeros había tenido el alucinante detalle de invitarme a comer en el que considera el mejor restaurante de Sanlúcar de Barrameda, el Loli. No se lo iba a discutir, primero, porque he trabajado poco el famoso sector de la restauración sanluqueño; y segundo, porque a caballo regalado no le mires el diente, y a langostino, menos.
Pero, como digo, todo me sale mal. Después de repetidas revueltas por retorcidas callejuelas, di (tarde) con el restaurante Loli, que estaba cerrado a cal y canto por descanso semanal. Echo mano del móvil, llamo a mi compañero y mecenas y, vaya, sale una chica muy amable, con acento catalán. Vuelvo a intentarlo, y vuelve a salir la chica que me asegura que no conoce de nada a Pepe Sánchez Rivera. O sea --llegamos a la conclusión juntos, entre ella y yo-- que he apuntado mal el teléfono.
Me encontraba solo en Sanlúcar, mal aparcado, hambriento, a una hora y media de que llegase Leonor y de que saliese el vapor que nos llevaría al Coto. Ponerse a buscar colegas por el laberinto de los restaurantes sanluqueños era pensar lo excusado: imposible y un punto patético. Acabé en un McDonal’s.
Como entenderéis fácilmente, me sentía de pena. Para colmo, pensando en la alegre camaradería alrededor de los langostinos, no me había llevado el libro que paseo ahora (Will this do? de Auberon Waugh). Por suerte, en la cola del McDonal's, recordé que había recibido un libro esa mañana, y que lo tenía en el coche. Volví a por él y rasgué el sobre con ansiedad. Se titulaba, muy apropiadamente, Las cuartillas de un náufrago. Me inundó un agridulce sentimiento de empatía.
Nada más hojearlo, di de bruces con una cita de Claudio Rodríguez que ya conocía y que a él lo explica muy bien, pero que en mis circunstancias me pareció tremenda: “Miserable el momento si no es canto”. Todo apuntaba a un hundimiento emocional. Sin embargo, tuve un satori en la hamburguesería: "Mejor", me dije, "miserable el momento si no es santo", más en Bloy (“Sólo existe un dolor y es no ser santo”) que en El don de la ebriedad, es cierto, pero más en mi mano también. Bendije la mesa. El libro, de Jesús Aparicio, por otra parte, me gustaba, oye, y el Mc Royal (snob que es uno) se dejaba comer. Como estaba pegado al ventanal y hacía calorcito, leí con emoción este final de poema:
Aquí y ahoraY ya puestos, cómo no sentirse interpelado, entre tantos fritos, ante el saludable “Un círculo de fruta”:
te invita a su mesa
un sol descalzo.
[…]Cuando me di cuenta, se me había acabado el tiempo y tenía que correr hacia Bajo de Guía para no perder el vapor. Allí estaban todos, también mi frustrado anfitrión. Saludos y disculpas. Con el tiempo justo, apareció Leonor, y embarcamos rumbo a Doñana. Yo había toreado esas dos horas astifinas y, a partir de entonces, me apliqué la frase de Thoreau: "No es fácil escribir en un diario lo que nos interesa a cada momento, pues escribirlo no es lo que nos interesa", y cerré el block de notas hasta peor ocasión.
La fresa en primavera.
[…]
El melón en verano.
[…]
Las uvas en otoño.
[…]
La naranja en invierno.
Cada fruta a su tiempo.