Hay muchos José Luis García
Martín, que él, para más inri, juega a multiplicar en el caleidoscopio de las
traducciones de ida y vuelta y en sus citas con fantasmas. Eso no nos permite,
sin embargo, elegir al que preferimos, porque el escritor es uno, y hay que
leerlo entero si se quieren entender sus partes múltiples. Sí cabe abrigar la
esperanza de que el más nuestro sea el centro del resto de su obra.
Para mí el García Martín originario
es el hombre satisfecho de su suerte que puede verse en sus diarios y en una
parte escogida de sus poemas. Cuando se lamenta, siempre hay un retintín
irónico, pero qué auténtica resulta su capacidad de superar cualquier desgracia
con una hora de lectura. Si muestra más miedo (también irónico) al amor feliz
que al desamor, es porque éste ofrece más posibilidades literarias. Lo dijo
nuestro Mario Quintana: “El sufrimiento de los poetas es muy relativo. Pues si
un poeta consigue un día expresar sus dolores con toda felicidad, ¿cómo podría
ser infeliz? Que el viejo Camoens lo diga con sus inmortales penas de amor.
¡Sus felices penas de amor!” A nadie se le oculta que hay una veta de acero
cervantino debajo de tanta conformidad con su suerte: “Tú mismo te has forjado
tu destino”, se dice también a sí mismo García Martín en su propio viaje al
Parnaso y añade, con su pizca de vanidad: “y tampoco te ha salido mal, eh”.
La capacidad de incorporarlo
todo, incluso el daño, en un proyecto vital esplendente explica el mayor
misterio de José Luis García Martín: su incansable labor crítica. Hablar de un
libro que nos ha encantado, como hacemos tantos, es bien fácil. Porque de la abundancia
del corazón habla la boca, como dijo el Otro, pero también porque no cuesta
nada leerlo ni releerlo. Poner mal un libro malo es otro cantar: exige haberlo
examinado, y con un cuidado meticuloso de forense, para no actuar en contra de la
presunción de inocencia. Si no fuese por la poesía de García Martín, pensaría
que hace falta un atisbo sadomasoquista para ser un íntegro crítico literario.
Gracias a su poesía, uno entiende que, en realidad, todo —lo malo y lo bueno,
lo falso y lo verdadero, lo hueco y lo pleno— forma parte de una vida completa.
Hace mucho tiempo nos lo enseñó Marcial:
“Ne laudet dignos, laudat Callistratus omnes/ Cui malus est nemo,
quis bonus esse potest?”, o sea, “Para no alabar a los que lo merecen,
Calístrato alaba a todos./ Para quien nadie es malo, ¿quién puede ser bueno?”;
pero alivia ver el silogismo clásico encarnado en nuestro tiempo.
El poema que tengo siempre en la
memoria como bandera de esta actitud de García Martín es “Lo imposible”, de Principios
y finales. Para todos los felices con el aquí y ahora, es un himno de
combate: “Por odio de lo fácil detesto la aventura”. El mejor programa de la
épica de lo cotidiano. Compruebo, sin embargo, que Ángel Alonso, que tiene el envidiable
buen gusto de pisármelo todo, lo ha escogido ya. También tradujo los aforismos
del susodicho Quintana que yo ya tenía casi listos, adelantándoseme a la
edición. Lo que estuvo bien, porque su versión es preciosa, dicho sea de paso.
Lo de ahora, con este poema, también
está muy bien. No sería yo un digno lector de García Martín si incurriese en la
mínima queja. Así me voy a otro poema todavía más propio para mí, y lo celebro.
En El pasajero hay un texto que habla de Dios, ya digo, un tema más mío,
aunque se titule “A un dios desconocido”, y ruega así:
Dame siempre
placeres rutinarios.
Lo que ocurre
una vez, no ocurre nunca.
La luz que
ciega, la explosión de dicha,
el asalto en un
recodo del camino,
ángeles, cimas,
intensidad, adioses,
déjalos para
otros más valientes.
Dame pobres
placeres repetidos,
no un único
diamante en la memoria.
Dame días
iguales, no este instante sin tiempo,
terco,
distante, azul, inexistente.
Cuánto le habría gustado este
poema a Chesterton. Como expone en un célebre pasaje de Ortodoxia, Dios,
en efecto, como acusa García Martín, desconoce la monotonía, ésa a la que, por
amor a lo imposible, algunos aspiramos. Pero Dios, porque tampoco se aburre
jamás, repite —explica Chesterton— los mismos milagros originales una y otra
vez, de modo que llegan a parecernos leyes inmutables de la naturaleza y hasta
pobres placeres repetidos, y no flamantes prodigios inagotables. Sólo una cosa
no cambia, el amor desconocido de Dios por cada uno, que le lleva a tamizar su
esplendente luz que ciega. Qué fortuna que yo tuviese que renunciar a mi
elección primera, pues ascendí de un altivo grito de combate a una honda acción
de gracias. ¿Quién le diría a José Luis García Martín que acabaría rezando tan
ortodoxamente con un poema suyo? (Bueno, no sé, porque de pronto sospecho que
no le sorprendería en absoluto.)
[Publicado en Alrededores de
José Luis García Martín,
el número homenaje
de la resvista Cuaderno de humo]