El último cuento de
Cuentos de invierno de la baronesa Blixen se titula "Un cuento consolador". Es un prodigio técnico, aunque no lo parece. Primero, porque no lo parece. Luego porque te engaña. Crees que es a ti, como lector, al que viene a consolarte. Después de tantos cuentos tristes como uno ha leído en el libro, piensa que se lo merece. Pero no es al lector al que se viene a consolar, sino al autor. Es un cuento metanarrativo de cabo a rabo.
Una idea tremenda: el
Libro de Job es el modelo. Job es el lector, y el escritor es Dios que permite que Satanás lo vapulee y del que Job puede protestar, pero no rajar de sus razones.
Un mandamiento: "Amarás tu arte con todo tu corazón y toda tu alma. Y a tu público como a ti mismo".
—¿Compasión? ¿De qué hablas? —dijo Charlie, y cayó en un profundo ensimismamiento. Tras una larga pausa dijo muy despacio—: No podemos tener compasión el uno del otro.
Esta tirada de adjetivos describiendo al narrador: "surgió una figura pequeña, concentrada, peligrosa, sólida, alerta, implacable: la del narrador de todas las épocas".
—Sí, es un buen cuento —dijo Charlie; y un poco después añadió— Ahora me vuelvo a casa. Creo que esta noche voy a dormir —pero cuando terminó de fumarse el cigarrillo se recostó en su silla, también, meditabundo. No —dijo—. En realidad, no es un cuento muy bueno. Pero tiene pasajes que podrían desarrollarse, y construirse con ellos un buen cuento.
Así acababa el cuento y el libro y yo di una carcajada explosiva, que sí que me consoló.