Ahora el blogg se ha trasladado a esta página.
Lo malo es que introduce un cambio en vuestra rutina, que para mí es sagrada.
Lo bueno es que me obligará más a mi rutina de escribir el blogg, que falta me hacía.
Una tormenta de ideas con algún rompimiento de gloria
Ahora el blogg se ha trasladado a esta página.
Lo malo es que introduce un cambio en vuestra rutina, que para mí es sagrada.
Lo bueno es que me obligará más a mi rutina de escribir el blogg, que falta me hacía.
Disculpad que no escriba por aquí últimamente. Hay una razón de futuro, pues abriré un blog, más literario, en una revista de próximo reestreno, y voy guardando —cual industriosa hormiga— algún apunte para allá; pero, sobre todo, hay una razón de pasado. Voy repasando la próxima entrega de mi diario, que se titulara Contentamiento de haber nacido. Ya me pasó con las anteriores entregas: no soy capaz de hacer dos cosas ni de estar (como hombre que soy) en dos tiempos a la vez. Cuando estoy repasando viejas entradas, apenas se me ocurren nuevas.
Todo lo agrava el hecho de que esté leyendo a la vez el diario de Peyró. Me acompleja ver el mundo (y la carne) que tiene el suyo, que hasta hay más vino que en mi idario, aunque no más jerez, pero por los pelos. Yo apenas hablo de mis niños. Es un dietario infantil, familiar, a lo Natalia Ginzburg o Marisa Madieri, sin los silencios de Bobin, siquiera. Y no es no me pasaran algunas cosas ni que no oyese conversaciones picantes y rumores morbosos ni no tuviese conversaciones con poetas de postín o encuentros periodísticos y hasta una comida real en el Palacio ídem; pero no me ha salido contarlas. Me entra el pudor que no me provocan mis rutinas familiares.
Pero me entraban las dudas emulativas, y más desde que José Luis García Martín nos ha echado generosamente a pelear:
¿No estaré pecando no ya de provinciano sino de misántropo? Con todo, no escribo esto para que me consoléis y no voy a autorizar ningún comentario misericordioso y mucho menos voy a tuitear esta entrada (aunque estoy deseando pedir disculpas por mis silencios) porque en Twitter no puedo censurar el cariño de los comentarios.
Yo sólo vengo a decir que, aunque hace unas semanas que me debato con estas inquietudes, hoy, releyendo las cosas de mis hijos, me he dicho que qué demonios me importa el mundo (y la carne), que esto es lo que a mí me emociona, y que ningún lector se va a llevar a engaño. Tampoco me saldría hacer otra cosa.
Viene Quique a la mesa de mi despacho y me advierte: «Te voy a contar un chiste muy malo». Vale. «—Jaimito, ¡¿por qué has tirado el reloj por la ventana de un quinto piso?! —Porque me han dicho que el tiempo vuela».
He sonreído melancólicamente.
El chiste no es tan malo, y es, además, el secreto de toda la poesía elegíaca, Quique.
En la formación de un escritor casi todo es lectura, pero son diversas lecturas. Por supuesto, la entusiasta de aquellos autores que uno sueña con emular. Es bastante adolescente, sí, pero imprescindible y también difícil. Hay que tener claro quiénes son de verdad, sin dejarse arrastrar por los momentáneos prestigios ni las modas. Dichoso quién encuentra pronto sus modelos.
Casi simultáneamente, aunque un poco después, solapándose, vienen las lecturas de lo que uno rechaza. El gesto parece fácil, pero hay que saber por qué se rechaza y convertir esa negatividad, alquimia de ley, en aprendizaje propio.
Por último, están las lecturas más hermosas. Aquellas que uno admira mucho a la vez que tiene claro que no ha de emularlas ni loco, que son otro mundo, ajenas y perfectas.
Desde que nos casamos, tengo avasallado el ex libris de Leonor. En casi todos los libros que entran en casa, estampo el mío, y luego ella va leyendo los que lo apetecen, pero que ya están herrados.
Con eso, le guiño a Leo que me suplica que por lo menos me compre sólo los libros que voy a leer. Hay además una conyugalidad más íntima: sólo merecen su sello los que han encarnado en una lectura, los no se quedaron en un deseo pasajero, aunque generalmente justificado, utópico, imposible.
Finalmente, como son los libros que he navegado, así que todo queda redondo, hasta el dibujo cuadrado.
Envalentonado por el éxito del despertar espartano del otro día, esta mañana he vuelto a la carga con mi discurso pasado de decibelios: «Arriba, gandules, etc.». Pero todo lo repetido es mucho y feo. Carmen ha abierto un ojo, ha puesto voz de sueño y ha dicho: «¡Quiero que me despierte mami».
He decido levantar a mis hijos a lo bestia. Con un jarro de agua fría, siqiuera sea metafórico: «Arriba, gandules --he atronado a voz en grito-- que os espera un día horrible en que vais a tener que darlo todo, y sufriréis en el colegio, y sudaréis en el patio, y os sangrarán las rodillas, y tendréis que terminar los platos de verduras verdísimas que os pensamos poner para la cena y llegaréis derrengados a la cama, pero quizá con la satisfacción del deber cumplido a medias. Arriba de una vez, que tenéis que arrostrar lo peor, no seáis perezosos ni cobardes...»
Carmen se reía. Y Quique me ha preguntado: «¿De quién es el poema? ¡Qué bonito!» Así que el día espantoso ha empezado de maravilla, con dos rayos de lirismo puro y delicado.
Toda la Biblia es palabra de Dios, texto revelado; y, por tanto, qué emoción más íntima me produce el prólogo del Eclesiástico, porque es el texto típico de un escritor profesional, de un proletario de la pluma, de un hermano de tinta.
Mi abuelo Jesús, después de haberse dedicado mucho tiempo a la lectura [...] se propuso también escribir algo...
*
Así, pues, estáis invitados, a que, con benevolencia y atención, vayáis leyendo, dispuestos a excusarnos, allí donde parezca que, a pesar del empeño puesto en la traducción, no hayamos sido capaces de acertar en algunas expresiones. [Esto lo pondría yo de frontispicio de todo lo que escribo, letra por letra.]
*
En efecto, no tiene la misma fuerza lo que se dice cuando se traduce a otra lengua.
*
Después de haber dedicado muchas vigilias y estudio durante todo este tiempo, para terminar este libro, ahora lo publico... [Se palpa el vértigo.]
Ayer íbamos a pasar el día al campo de unos amigos. Propuse en el coche rezar el rosario, pero amante de la libertad y curioso de la psicología, pregunté que cuándo preferían. Leonor dijo que ya, enseguida y ya estaba; Carmen, que a la vuelta. Y Quique dijo: «A la ida y a la vuelta». Yo sentí que la emoción recorría mi espinazo ante la piedad mariana de mi hijo varón. Pero añadió: «Dos misterios y medio a la ida y medio y dos misterios a la vuelta». Lo que recorrió mi espinazo ahora fue una risilla. Lo rezamos así, en cómodos plazos.
El día de campo, espléndido.
Ha querido el azar (ejem) que pase en vespa por un callejón inesperado y me he encontrado con una imagen muy melancólica. Estaban descargando de una camioneta las sillas plegables que se usan en la misa en el prado de al lado de mi casa durante el verano. He hecho un plano mental y, efectivamente, la parroquia podía dar, por detrás, a este callejón y tener aquí un almacén. Era la perfecta metáfora del final del verano. Felipe Benítez Reyes, que es más lírico, habla de las últimas sombrillas en la playa, pero como yo soy más güelfo, he de ceñirme a las sillas de la capilla.
Me ha distraído ver que el trabajo lo estaban haciendo los boy scouts de la parroquia y que había un muchacho muy gordo y sudoroso dándolo todo con gran alegría. Con ese autodesdén que nos tenemos los gorditos, he pensado, resignado, que qué acogido estaba el preadolescente gordito en ese ambiente parroquial.
Jugando conmigo, el azar (ejem) ha querido que en ese momento saliese una girl scout monísima, esbelta, despampanante a por otra silla. Bien. Lo que no quita que siga dando gracias (más gracias) al ambiente parroquial por mi colega gordito, que lo tiene, además, tan bien acompañado con toda naturalidad.
No sólo es que cuando quiero ser mejor cristiano leo el Evangelio, sino también que mi manera de empezar a trabajar mi próximo libro de poesía es leer poesía. Y todavía más: mi intimidad con Leonor, leer en silencio en el cuarto de estar. ¿Y de educar a mis hijos? Leerles por las noches.
Leer, leer.
Casi todas las tardes pregunto a mis hijos que ha sido lo mejor y lo peor del día. Recomiendo vivamente la costumbre. Además de adiestrarlos en la mecánica del examen de conciencia, es una manera de estar enterado de todo, porque sabiendo lo mejor y lo peor, rellenar con la imaginación lo de enmedio es sumamente sencillo.
Carmen cuenta unas historias tremendas de los dramas de sus amigas cuando le toca lo peor. Y también se adorna bastante en lo mejor. Enrique tiene a ceñirse al comedor. Lo peor: lo que no le ha gustado de la comida. Lo mejor: el postre o si pusieron un filete extraordinario.
Donde menos se espera salta la liebre, y anoche recordaba una lección de Derecho Administrativo. Aquella que explicaba que el principio de jerarquía no rige sobre el principio de competencia, de modo que una autoridad superior no manda sobre una inferior en aquellas materias de su exclusivo ámbito.
Y no lo pensaba (ya lo siento) a cuenta de la libertad de conciencia, aunque cabría, sino por mi perra Aspa de Borgoña. Resulta que dentro de casa me obedece con una diligencia germánica. Musito: «A la cama» y salta como un gato del sofá y se va a su rincón de dormir. O «calla» y calla. O «sit» y se sienta. Pero si está en el jardín, todo es diferente. La llamo y acude perezosa, retardada y se queda a medio camino. Está, piensa ella con buena doctrina jurídica, en su ámbito de competencia. Cuando estamos en la playa o en la calle, es todavía peor. Se hace soberanista y tengo que llevarla atada con la correa.
De los tres grandes proyectos literarios que tengo en mente, uno va bastante bien, otro va muy regular y otro no va en absoluto, porque lo tengo abandonado. Lo interesante es que me hace sufrir mucho el que va regular y un poquito también el que va bien (¿va bien de verdad?). Sin embargo, el abandonado me deja en un estado de indiferencia que se confunde con la felicidad.
Es la jugada maestra de la pereza absoluta. Nada como la nada para no preocuparse de nada.
Anoche me puse arreglar la manguera de la ducha y destrocé el grifo. Llamé tarde al fontanero y esta mañana ha tocado al timbre muy temprano y lo ha arreglado todo en un periquete.
Cuando se iba le he dado las gracias por venir tan pronto y me ha sorprendido: «Eso es por ser vosotros. Los otros que esperen, que no hay tanta prisa».
No niego que pueda haber un poquito de vanidad en lo mucho que me ha gustado la contestación, pero creo que hay mucho más. El fontanero era un auténtico uomo delle fontane, esto es, un señor que no va por ahí bailando al son que le tocan, sino que él decide sus ritmos y sus homenajes, y da audiencias o no las da, como un señor. He estado tentado a rendirle pleitesía, pero he preferido la compasión: «Hombre, Paco, no les hagas esperar mucho, que tu trabajo es muy necesario para cualquier casa y muy importante para la paz familiar». «Ya, ya», ha zanjado.
Me cuenta Carmen (10) que hace cinco años vio claro algo que no se le quita de la cabeza. Fue que las heridas están desparramadas por el suelo y en las esquinas de las cosas y que, cuando uno se cae o tropieza, es como si se le pegaran a la piel. Luego, en realidad, no es que se curen, sino que terminan despegándose y volviendo al suelo.
Tampoco se me va a quitar a mí de la cabeza a partir de ahora.
Explico en la primera clase y me escuchan con algo parecido al fervor, muy atentos, asintiendo. Les pregunto si lo han entendido. Afirman, sonriendo, felices, orgullos, que sí. En un rapto de cinismo les pido: «Explícadmelo vosotros, por favor». Caras de horror, titubeos, tartamudeos y rendición rápida. Caras de desolación. «Oh --les digo-- no os preocupéis. Yo también soy muchísimo más inteligente cuando atiendo, pienso y guardo un fecundo silencio. Nos pasa a todos». Vuelven a sonreír. Lo han entendido.
Este año mis hijos han descubierto la melancolía. Es un sentimiento hermoso que acompaña mucho y que dora el pasado. Me parece bien.
Ayer, dimos un paseo y ellos iban delante con las bicicletas. En un recodo del camino de La Calita encontramos sus bicicletas aparcadas y ellos habían bajado a despedirse románticamente del mar.
Véase a Carmen, diminuta, líricamente sentada ante la inmensidad:
Y véase a Enrique como un cuadro de Caspar David Fiedrich, pero cruzado con Chesterton, sin necesidad de subir a la montaña:
Pagado el tributo a la melancolía, volvimos a casa a cenar tan contentos.
Me he despertado con esta canción en los labios, como un exótico regalo de la noche:
Mis amigos que he perdido
ya habitáis en el pasado
donde os nimba la nostalgia;
y eso no es moco de pavo.
Entre la mascarilla, el gel, los libros, los papeles, cuando llevaba diez minutos en el coche yendo al IES, me di cuenta de que me había dejado el móvil en casa. Como la mañana va a ser muy larga y los niños y Leonor, lo iba a necesitar. En la primera rotonda, me di la vuelta, resignado y acelerando.
Cuando llegué a casa, vi que había dejado sin darme cuenta una puerta abierta y una ventana abierta, una luz encendida y una perra dentro de la casa. Me alegró mucho.
Se confirmaba mi idea de que volverse, a pesar del prestigio acelerado del progreso, es de las cosas más sensatas que uno puede hacer.
Dice Tarkowski, reflexionando sobre el actor: «Su única tarea consiste en
vivir y en confiar el director. El director elige aquellos momentos de su
existencia que expresen con más claridad la idea de la película. El actor no
debe molestarse a sí mismo, no debe exagerar su libertad, una libertad que es
incomparable, casi divina».
Esto puede aplicarse punto por punto al poeta. Pero entonces ¿quién es el director? Ah...
Mi suegra nos ha ofrecido un armario inmenso que ya no le cabía en su casa. Si no lo queríamos, lo vendería en un mercadillo. La historia del armario viene de lejos, porque el padre de Leonor, desde muy chico, se lo alababa siempre a su abuela, y ésta, cuando murió, se lo dejó en herencia a ese nieto suyo tan aficionado a los muebles de caoba.
A Leonor, por piedad filial, le daba una pena inmensa que el armario saliese de la familia. Le ha encontrado sitio en casa, pero costa de removerlo todo a fondo (ya se sabe que el equilibrio de los muebles es inestable y están todos relacionados entre sí -véase un revistero mínimo, pues imagínense un armario máximo-). Ahora está cambiando los cuartos de los niños.
La casa quedará mejor con el meneo, pero Leonor está de un humor de perros. A la séptima vez que iba a decirle que tenía que estar contenta, que cabía todo y muy bien y que, al final, sería una obra maestra, me he callado. Me he acordado del malhumor creativo, aunque uno esté escribiendo una comedia, y de cómo la tensión puede resultar casi insoportable.
Me he sentido muy solidario con sus nervios y su angustia insomne. «Psch», le he dicho a los niños, «mamá está creando».
Este año, aunque es el ocho de septiembre, la Virgen de los Milagros no se ha asomado al balcón del río. No ha habido procesión de la Virgen de los Milagros, pero ha sido un día que ha hecho mucho honor a la fama belicosa de nuestra patrona, tal y como la cantó Alberti:
La Virgen de los Milagros
es una Virgen guerrera.
Bajo del cielo a la frente
coronada de un castillo.
Yo he cerrado los horarios en mi departamento; y eso no ha sido ni mucho menos la mitad de la otra batalla en la que me he enrolado, ya veréis; además de las escaramuzas de los encargos diversos.
En casa, tenemos un cuadrito de su procesión, que Carmen había colgado en mi despacho hace dos días. De modo que, de pronto, he tenido un precioso consuelo, mirándolo:
Cuando hemos llegado a las letanías, se han pedido leerlas en mi móvil. Con la luz de cara, leyéndolas, Quique parecía talmente un Georges La Tour. Como el móvil lo tenía él, no he podido sacarle una foto, que es lo que me hubiese gustado; y he seguido rezando.
Pero la imagen era esta:
De remate, me he ido del cuarto cantando «Cumpleaños feliz», y los niños se reían de mí, lo que está muy bien de fin de fiesta.
Hay muchos José Luis García
Martín, que él, para más inri, juega a multiplicar en el caleidoscopio de las
traducciones de ida y vuelta y en sus citas con fantasmas. Eso no nos permite,
sin embargo, elegir al que preferimos, porque el escritor es uno, y hay que
leerlo entero si se quieren entender sus partes múltiples. Sí cabe abrigar la
esperanza de que el más nuestro sea el centro del resto de su obra.
Para mí el García Martín originario es el hombre satisfecho de su suerte que puede verse en sus diarios y en una parte escogida de sus poemas. Cuando se lamenta, siempre hay un retintín irónico, pero qué auténtica resulta su capacidad de superar cualquier desgracia con una hora de lectura. Si muestra más miedo (también irónico) al amor feliz que al desamor, es porque éste ofrece más posibilidades literarias. Lo dijo nuestro Mario Quintana: “El sufrimiento de los poetas es muy relativo. Pues si un poeta consigue un día expresar sus dolores con toda felicidad, ¿cómo podría ser infeliz? Que el viejo Camoens lo diga con sus inmortales penas de amor. ¡Sus felices penas de amor!” A nadie se le oculta que hay una veta de acero cervantino debajo de tanta conformidad con su suerte: “Tú mismo te has forjado tu destino”, se dice también a sí mismo García Martín en su propio viaje al Parnaso y añade, con su pizca de vanidad: “y tampoco te ha salido mal, eh”.
La capacidad de incorporarlo todo, incluso el daño, en un proyecto vital esplendente explica el mayor misterio de José Luis García Martín: su incansable labor crítica. Hablar de un libro que nos ha encantado, como hacemos tantos, es bien fácil. Porque de la abundancia del corazón habla la boca, como dijo el Otro, pero también porque no cuesta nada leerlo ni releerlo. Poner mal un libro malo es otro cantar: exige haberlo examinado, y con un cuidado meticuloso de forense, para no actuar en contra de la presunción de inocencia. Si no fuese por la poesía de García Martín, pensaría que hace falta un atisbo sadomasoquista para ser un íntegro crítico literario. Gracias a su poesía, uno entiende que, en realidad, todo —lo malo y lo bueno, lo falso y lo verdadero, lo hueco y lo pleno— forma parte de una vida completa. Hace mucho tiempo nos lo enseñó Marcial: “Ne laudet dignos, laudat Callistratus omnes/ Cui malus est nemo, quis bonus esse potest?”, o sea, “Para no alabar a los que lo merecen, Calístrato alaba a todos./ Para quien nadie es malo, ¿quién puede ser bueno?”; pero alivia ver el silogismo clásico encarnado en nuestro tiempo.
El poema que tengo siempre en la memoria como bandera de esta actitud de García Martín es “Lo imposible”, de Principios y finales. Para todos los felices con el aquí y ahora, es un himno de combate: “Por odio de lo fácil detesto la aventura”. El mejor programa de la épica de lo cotidiano. Compruebo, sin embargo, que Ángel Alonso, que tiene el envidiable buen gusto de pisármelo todo, lo ha escogido ya. También tradujo los aforismos del susodicho Quintana que yo ya tenía casi listos, adelantándoseme a la edición. Lo que estuvo bien, porque su versión es preciosa, dicho sea de paso.
Lo de ahora, con este poema, también
está muy bien. No sería yo un digno lector de García Martín si incurriese en la
mínima queja. Así me voy a otro poema todavía más propio para mí, y lo celebro.
En El pasajero hay un texto que habla de Dios, ya digo, un tema más mío,
aunque se titule “A un dios desconocido”, y ruega así:
Dame siempre
placeres rutinarios.
Lo que ocurre
una vez, no ocurre nunca.
La luz que
ciega, la explosión de dicha,
el asalto en un
recodo del camino,
ángeles, cimas,
intensidad, adioses,
déjalos para
otros más valientes.
Dame pobres
placeres repetidos,
no un único
diamante en la memoria.
Dame días
iguales, no este instante sin tiempo,
terco,
distante, azul, inexistente.
Cuánto le habría gustado este
poema a Chesterton. Como expone en un célebre pasaje de Ortodoxia, Dios,
en efecto, como acusa García Martín, desconoce la monotonía, ésa a la que, por
amor a lo imposible, algunos aspiramos. Pero Dios, porque tampoco se aburre
jamás, repite —explica Chesterton— los mismos milagros originales una y otra
vez, de modo que llegan a parecernos leyes inmutables de la naturaleza y hasta
pobres placeres repetidos, y no flamantes prodigios inagotables. Sólo una cosa
no cambia, el amor desconocido de Dios por cada uno, que le lleva a tamizar su
esplendente luz que ciega. Qué fortuna que yo tuviese que renunciar a mi
elección primera, pues ascendí de un altivo grito de combate a una honda acción
de gracias. ¿Quién le diría a José Luis García Martín que acabaría rezando tan
ortodoxamente con un poema suyo? (Bueno, no sé, porque de pronto sospecho que
no le sorprendería en absoluto.)
[Publicado en Alrededores de
José Luis García Martín,
el número homenaje
de la resvista Cuaderno de humo]
Mucho rollo del niño con la verdad kantiana, pero ayer, en clase de inglés, le preguntó la profesora la edad de su madre y contestó, impertérrito: "She is twenty years old".
Lo oí desde mi despacho claramente.
Han pasado casi quince días y sigo sin decidir qué me gusta más. Un amigo preguntó a mis hijos si mi famosa fideuá de cangrejo al caldo de moharras y vino fino estaba tan buena como yo presumía.
Ellos dijeron (me contó después) que sí, sin duda, deliciosa.
Mi amigo no se rindió y replicó: «Sólo como hipótesis de trabajo, si la fideuá de vuestro padre estuviese mala, me lo diríais».
Carmen dijo: «No, no te lo diría jamás».
Quique dijo: «Sí, sí te lo diría, porque mi padre quiere que digamos la verdad siempre».
Entiendo que algunos de los lectores del blogg se dividan entre carmenófilos y quicófilos, pero yo no sé con qué respuesta quedarme. Ambas me entusiasman, como al pobre asno el montón de avena y el cubo de agua. Cuando creo que al fin me he decidido por una, veo la belleza de la otra respuesta, y así voy.
La única solución es que mi fideuá siga siendo espléndida. Eso es cortar el nudo gordiano.
Una amiga de Leonor nos llama para salir a cenar. Leonor le dice: «No podemos, esta noche iremos a una obra de teatro?» Y rápidamente le contesta: «Pero ¿una obra buena o de un amigo de Enrique?». Por supuesto, esto no quiere decir nada de la obra, como se demostró después, ni siquiera de mis amigos. Apenas del concepto que de mí tienen las amigas de Leonor. Una mártir, la consideran. Lo cual, aunque sea por otras cosas, no anda tan equivocado.
Murió don Julián Urbistondo, Donju, sacerdote-institución del colegio mayor Belagua. Comentaba con un amigo mis ganas de hacerle un homenaje por escrito y lo hubiese hecho de no haber leído antes lo que escribe Higinio Marín.
No hay más que añadir: «No le toques ya más,/ que así es la rosa», como dijo JRJ.
Simplemente lo digo aquí con la intención de que leáis el texto de Higinio, sí, claro; pero también como ejemplo (en este blog tan metaliterario) de lo que es o tiene que ser la escritura.
El texto de Higinio me representa no porque yo tenga pereza de ponerme a escribir ni tan siquiera porque dice exactamente lo que yo diría o por la vanidad de asumir que jamás lo haría igual. Me representa porque cuenta lo que yo no podría escribir ni por talento ni, sobre todo, por mi biografía. Él conoció más y mejor, más hondo y más tiempo a Donju y lo asimiló de maravilla. Pero al hacerlo, sobre mi experiencia, mucho más episódica y tintinófila y aquel poema de Manolo Fontán que me recitó varias veces, Higinio ha construido una nueva realidad mía, me ha enriquecido.
Rezaré el SeñormíoJesucristotodoslosdíasantesdedormir todas las noches a partir de ahora y será un recuerdo vivo de Donju. Y también de Higinio, pero principalmente de Donju gracias a Higinio, diluido el escritor en mi emoción y en mi vida súbitamente elevada. Y eso que hace conmigo el texto podrá hacerlo con quienes no trataron a Donju, pero lo lean. Así es la literatura. Todo escrito que no consiga eso (en la medida de su tema) es sólo un informe administrativo.
Ver un matrimonio donde uno de los dos cónyuges es espectacularmente guapo y el otro, normal o feúcho, levanta automáticas sospechas janeaustenizadas. Lo bueno de conocernos todos es que muchas de esas sospechas se disuelven enseguida.
Ahora que, de la noche a la mañana, apenas hay veraneantes, volvemos a vernos más y mejor los aborígenes. Me cruzo con un chica (ya señora, algo más joven que yo) pampanantemente guapa (porque tiene una belleza de estatua griega, entre pámpanos y laureles). Lo curioso es que le tocó la lotería genética, pues su familia no lo es de guapos, sino de muy normales, como todos.
Y lo bonito viene ahora. Su marido no es guapo, sino que guarda una estricta simetría con el nivel de la familia de ella. Supongo que, si alguien que no los conoce se los encuentra, se extrañará y aventurará sus teorías novelescas. En realidad, el amor a los suyos le ha creado una cierta ceguera por su propia belleza o, al menos, una indiferencia sentimental absoluta. Que es preciosa.
Se iban unos amigos de Madrid y salimos a despedirles a la puerta. A mis hijos les ha dado mucha pena que se vayan sus nuevos amigos y era la primera vez que les pasaba. A su madre y a mí nos ha emocionado un poco ver el nacimiento de una sensación que nosotros hemos sentido mil veces, pero de la que nunca nos preguntamos cuándo fue la primera vez. Así hemos entrado en casa y hemos hablado del sino de unos y de otros. Los veraneantes se van y nosotros nos quedamos, y son dos penas distintas, pero muy buenas.
Les he puesto esta canción que hasta ahora oía yo solo todos los años como un rito.
Pemán nos cuenta chascarrillos de la censura de su tiempo, y qué divertidos resultan. Tal vez dentro de unos años nos ríamos del cambio de título de Los diez negritos de Agatha Christie tanto como ahora lo hacemos con lo que cuenta don José María Pemán. Por ejemplo, escribió Metternich, una obra teatral bastante política, y la mandó a la censura... y sólo le tacharon una cosa. Reunió de inmediato en su casa a un grupo selecto de amigos y les propuso una prueba. Leería la obra [que yo sospecho que lo reunió, en realidad, para esto] y ellos tendrían que adivinar qué era lo prohibido. Todos apuntaron un montón de cosas presuntamente merecedoras de la implacable censura franquista. Al final, lo censurado no lo acertó nadie. En una acotación se decía que el protagonista besó a la protagonista apasionadamente, y habían tachado con lápiz rojo el «apasionadamente».
Lo que trae a la memoria a Sánchez Dragó, que cuenta que de una novela suya en la que había una persecución policial trepidante, con muchos tiros y carreras, el censor había tachado apasionadamente toda la escena y escrito en el margen: «La Guardia Civil española nunca falla un tiro».
Sigue Pemán contando que en un guión cinematográfico sobre La Gitanilla le habían prohibido el refrán: «A Dios rogando y con el mazo dando», no sabe él si fue la oración o el trabajo lo que había resultado inmoral. Esta vez, sin embargo, yo entiendo al censor.
Una vez, confesándome con fray Melchor, de los Mercederios, le pedí sus oraciones para que Leonor y yo tuviésemos el hijo que no nos llegaba. Suspiró y me replicó, con su santa sabiduría: «A Dios rogando/ y con el mazo dando». A duras penas pude resistir la risotada. Desde entonces, el famoso refrán se me ha llenado de un vivísimo sentido. Tanto, que siento una secreta afinidad con aquel censor franquista.
Tengo la vanidosa y melancólica sensación de que mi generación era la última que iba a misa de diario en números considerables. En mi barrio, quiero decir. Puede ser una cuestión de demografía: que las familias hayan envejecido y que éramos el baby boom de España y de aquí. O puede ser también que yo me siga fijando prioritariamente en las personas de mi edad.
Con todo, hoy sí que me he fijado en la cantidad de jóvenes, y qué guapos y alegres. Luego, en la puerta, se han hecho una foto de grupo. Y ya no he podido evitar preguntar a quien hacía la foto (que era amiga mía) que quiénes eran.
Eran sus hijos y sus sobrinos y algunos amigos, que han ido hoy a misa en masa porque era el aniversario de la muerte de su padre. Oh.
El poder de convocatoria de nuestros muertos y la alegría de recordarlos hay que tenerlo muy en cuenta, y a lo mejor se olvida un poco.
Cuando estaban exiliados en México, ni Gaya ni sus amigos tenían dinero ni para ir al cine. Era un lujo que aquellos intelectuales no se podían permitir. De modo que ponían sus monedas en común y compraban una entrada. Luego la sorteaban y el afortunado entraba en la sala. Los demás esperaban fuera y, después, escuchaban la explicación y la crítica.
Ramón Gaya parecía tener más suerte que sus amigos. Hasta que se enteró que le hacían trampas en las suertes porque todos preferían que él les contase la película. Aquello le sentó fatal, pero a mí me encanta. Incluso imagino que alguno quizá pudiese pagarse alguna vez la entrada, pero preferiría oír a Ramón.
El otro día fuimos a un restaurante muy de postín y leyenda Leonor y yo por una especie de amable carambola y, desde entonces, hemos contado la experiencia a diestro y a siniestro con todo lujo de detalles lo menos siete u ocho veces.
Ayuda mucho que el menú sea bastante postmoderno y que, como en la política de La Moncloa, dé una enorme importancia «al relato»; pero, aún así, Leonor y yo nos esforzamos y nos compenetramos, discutiendo un poco a lo Pimpinela Escarlata, incluso, para darle más dramatismo. He caído en que tal vez estemos haciendo un Gaya (de lo bien que lo hacemos) y que oírnoslo contar termine siendo para algunos (según nos dicen) una experiencia sustitutiva.
Me siento a escribir y me siento mucho más torpe. De eso no tengo duda. Dudo si es por la pila... por la pila de años, que ya voy de vuelta; o porque estoy intentando ir un poco más allá y me he topado con mis límites.
Oscilo entre una explicación y otra, aunque lo más seguro es que sea por las dos.
Bajo a la playa con una bolsa de tela de libros. Esa tela es al cuadrado, porque la bolsa es de ese material y porque lleva un montón de libros. A veces, en un despiste o por una pisada demasiada cercana de un niño, se me llena de un puñado de arena. Hoy también, pero de otra arena. Como soplaba un poniente largo, me abría, travieso, la boca de la bolsa, y colaba la arena que levantaba.
Era una arena muchísimo más fina, como pasada por el colador invisible del viento. Al principio, porque también meto el móvil y la cartera en la bolsa me ha preocupado y he pensado escribir una moraleja a esta entrada sobre los peligros mayores que tienen los taimados y tamizados. Luego, tras soplar muy bien en las ranuras del móvil, se me ha pasado la preocupación. Y hasta me ha alegrado la leve observación sin más ni más. En la bolsa había tela de arena, pero era de seda.
Anoche tocó guitarra. Yo iba arrastrando los pies (todo lo contrario que el taconeo), pero no porque no me parezca bien el flamenco, sino porque tengo mil cosas pendientes.
Éste era el programa:
Tras los primeros compases, me entró la furia mimética:
Qué envidia me da el flamenco
que con tres ays y un quejío
tiene hecho el sentimiento.
Lo único roto mío soy yo:
Roto entre diez vocaciones
por cada una en mil piezas,
sólo Dios, el día del Juicio,
montará el rompecabezas.
Ni tan mal, si lo monta Él; así que me vine arriba:
Mi poesía es muy callada,
pero, en mi sangre, mis muertos
están tocando las palmas.
Me había gustado muchísimo el fandango del otro día:
«Sólo cuando estás bebío
te acuerdas de mi queré...
Permita Dios que te bebas
Sanlúca, er Puerto y Jerez
con toítas sus bodegas».
Me lleve una libreta para apuntar las letras flamencas. Luego resultaron bastante malas, en general. Leonor me veía apuntando y comentaba, curiosa y escéptica: «No tienes mucho que apuntar, ¿no?» No sabía que estaba apuntando las mías. Aunque, cuidado, que esto no quiere decir nada contra el cante, porque su llave no estaba en las letras.
Lo mejor de la noche fue cuando Jesús Méndez estaba cantando una soleá a la muerte de una madre, muy tópica y, de pronto, de lo bien que lo estaba haciendo, se transformó ante nuestros ojos atónitos en un huerfanito.
Luego me hizo gracia esta, tan simple, pero que te dejaba la vibración auténtica de un amor rumboso:
«Un caballo me compré
para montar yo a mi gitana
en la feria de Jerez».
Se agradeció el contraste, porque la mayoría de las letras hablaban de amores con muy mal fario. Yo miré de reojo a Leonor, tan tranquila en su sillita de al lado, y apunté esta bulería aliviada y vibrante:
La firmeza de tu amor
me librará de los celos,
pero jamás del temblor.
Para entonces se pusieron a cantar, en plan fin de fiesta, y a bailar:
«Yo te quiero ver
moviendo los brazos,
moviendo los pies...
¡Que viva Jerez!»
«Me gustaría hacer eso, pero este venate inglés...», se lamentó Leonor, con su parte alícuota de envidia mimética. Le agradecí el comentario que me servirá para explicar que la anglofilia gaditana no es una admiración rendida, sino una anglo-filiación, para lo gracioso y para lo esaborío. Leonor lo mismo podía haber dicho: «Me gustaría hacer eso, pero este penate inglés...»
Como por telepatía, alguien se puso a cantar:
«Me voy a echar a navegar
en un barquito que vaya
de Cádiz a Gibraltar».
Y, para que yo no me olvidase de la poesía, otro:
«El pajarero
me trajo un loro
con las alas doradas
y el pico de oro».
Que me recordó de inmediato al loro de Luis Cernuda, que tiene que ser algo pariente de éste o, como mínimo, del mismo pajarero. El loro es un buen pájaro para hacer un correlato objetivo del escritor.
A la vuelta en el coche, iba callado, porque iba cantando
Tú no quieres que te cante.
Con que te cuente al oído
dices que tienes bastante.
*
Cantaría por soleás
si no me quisieras; como
me quieres, no canto ná.
*
Escucha, escucha las palmas
que cuando pasas te toco
--¡escucha!-- con las pestañas.
*
En verdad, somos flamencos.
Tenemos pinta de payos
porque todo va por dentro.