Me preguntan qué gracias hace mi hija o, conociendo al padre, si hace alguna. Yo les miro estupefacto porque qué más gracia que ser, que existir. A los bebés les basta con eso y a los demás nos debería. Con los mayorcitos ya sé que no es así. Tenemos que andar por la vida cayendo, ay, cayendo si es posible en gracia. La verdad es que mi hija hace abundantes monerías: ha empezado a decir mamá, chapotea en el baño que ni Esther Williams y se come las orejas de la perra. Para mí -no sé para la perra- son graciocísimas, pero me da un poco de pena que empiece a abandonar esa feliz edad (tan metafísica en el fondo) en que se ganaba nuestras sonrisas con dormir y comer, sólo siendo.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
3 comentarios:
Y ese debe ser el verdadero amor. Que te quieran por lo que eres o sencillamente porque eres.
Es posible que el niño nazca así, tan adorable y a la vez sin saber hacer gracias, sin saber prestar servicios, para que enseñe a sus padres a descubrir ese amor de verdad, de puro agape.
Creo que viene al hilo el aforismo de D. Jesús Cotta:
"Los hijos, como los árboles y las estrellas, no deberían ser deseados o no deseados. Deberían ser".
Un saludo
No te equivoques, Enrique, los hijos nunca abandonan para los padres la edad en que basta con ser para agradar.
Es más, cuando más mayores más te agradan cuando simplemente son, que es cuando están dormidos.
Habrá algo más sublime que entrar en la habitación en penumbra y ver a esos "angelitos" durmiendo ¡por fin!
Publicar un comentario