Cuando vimos la serie de Orgullo y prejuicio, mi hija Carmen se dio cuenta de que la pobre Kitty se quedaba colgada de la brocha. Mary se casaría con un vicario, al que Mr. Darcy encontraría una estupenda rectoría, donde Mary brillaría por fin, haciendo incansables caridades y quién sabe si hasta le escribiría a su marido los sermones, severos y contundentes, de gran éxito entre el sector más puritano de la feligresía. Pero ¿y Kitty? Sin sus hermanas para cuidarla, y con un padre escamado y arrepentido de su falta de severidad, estaría sola, atada en corto y con una madre que no sabía apreciarla.
Su situación, más que desesperada, tiene, por supuesto, todos los mimbres para una estupenda novela, en la que el patito feo se convierte en un hermoso cisne, tras algunas vicisitudes o aventuras. El problema es que Carmen escribe muy lentamente con sólo dos dedos en el teclado y todavía más esforzadamente a mano y padece todas las distracciones propias de los 10 años. Debería intervenir yo para socorrer a Kitty, pero la vida no me da, y eso que el Diario de Cádiz acaba de aliviarme, muy a su pesar y el mío, de escribir mi columna tres días en semana. Ya habíamos acordado Carmen y yo que Kitty vendría a España a hacer labores de espionaje durante la Guerra de la Independencia, fichada por el Coronel Fitzgerald, que dirige un incipiente M16. Le propuse a Carmen este título: «La inglesa española», que la convenció. Pero se nos está quedando en el tintero.
Me acuesto y siento por las
noches un apagado sollozo de Kitty reclamando que acuda a rescatarla de su
insoportable madre y de la soledad de su casa vacía. Entre las sombras, Jane
Austen, sonríe, como dándome permiso, casi empujándome.
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