martes, 30 de abril de 2019

Es un auto feo


Hace diez años, la abuela de Leonor, que siempre me distinguió con su cariño, me dijo que mejor no la recogiese yo para ir a una boda, que ya iba en el coche con otro (con un coche mucho mejor). Me picó un poco.

Ayer, Carmencita me dijo que si podía aparcar mi coche (el mismo) dos calles más allá, el día de su primera comunión. «Es que está muy viejito». Como es mi niña, está vez no me piqué. Lo vi como una prueba irrefutable de buen gusto, de noble afán de excelencia y, sobre todo, de ganas de que en su primera comunión todo sea reluciente y espectacular.


lunes, 29 de abril de 2019

Lo importante


Llego al IES de buena mañana e identifico en un pasillo uno de los profesores con los que puedo hablar con complicidad de nuestro voto, que está hablando con otros dos amigos que no son nada cómplices, pero nos lo perdonan. Me acerco dispuesto a soportar un poco de sal en mis heridas, que me echarán éstos.

Nada más llegar veo que no. El cómplice habla con gran amargura del susto enorme de salud que se ha llevado con un hijo, que estuvo a riesgo de muerte. No era el momento de hablar de Ortega Smith, obviamente. 

Como sabemos que la historia acaba bien, veo de reojo que los saladores están deseando dejar de hablar del drama, para reírse un poco de mí. Aunque todos entendemos que el padre no quiera hablar de otra cosa y que la política le importe muy poco. Pienso que, en efecto, la política tiene mucha menor importancia que los asuntos graves de la vida y la muerte, pero, a la vez, que es mucho más fácil, por su propia naturaleza, encontrar en la política un ámbito común de interés de media intensidad. Hago esa reflexión con cierta mala conciencia.

Por suerte, cuando ya va terminando su crónica, nos cuenta el padre que su preadolescente el domingo por la noche estaba muy indignado con los resultados electorales y jurando en arameo y que él lo oía con lágrimas en los ojos de alegría, aunque políticamente jodido, porque su hijo estaba tan enfadado, gracias a Dios, lo que era un signo de recuperación.

Con un suspiro de alivio general, volvimos entonces a la política.


viernes, 26 de abril de 2019

La Providencia me dice «Psch, psch»


Sé que, aprovechando que cada vez quedamos menos en la intimidad del blogg (O we few, we happy few, we band of brothers), estáis deseando que os cuente mi almuerzo en el Palacio Real y yo estoy deseando contároslo. Pero quiero hacerlo bien y tan concentrado que, si me pongo, se me va a olvidar lo que me acaba de pasar. Y es alucinante.

Estoy leyendo The Year of Our Lord 1943 de Alan Jacobs, que os recomendaré encarecidamente en Nueva Revista el lunes o el martes. Con gran entusiasmo lo leo, pero con gran lentitud, por su profundidad y por su importancia y por mi mala cabeza. Suena el timbre. Vaya. Es un libro. Vaya. Lo abro. No lo había pedido. Vaya. Más lecturas para mi agobiado horario, vaya.

Encima, tengo que luchar contra el mono de entrar continuamente en Twitter, en Facebook, en la página del diario, en Whatsapp, etc. Como me he levantado para coger el paquete, ya entro en todo el paquete de mis redes sociales. Media hora perdida más tarde, con esfuerzo, me despego de las pantallas. He decidido tratármelo como una adicción. Y cuando retomo la lectura lo primero que me encuentro, ¡lo primero!, es una crítica devastadora y lúcida de Auden a... ¡Bryant Conant!... y, precisamente, por la prioridad que da a la tecnología sobre el humanismo y la poesía. Parece que no me voy a tener que leer este tocho, suspiro.




Me concentro, agradecido y voluntarioso, en Jacobs, que hace un alegato final contra la tecnología. Yo recuerdo aquello que me parecía tan exagerado de John Senior de darle un martillazo a la pantalla de la televisión, pero ahora (por un instinto de supervivencia intelectual) me lo parece cada vez menos. Jacobs, además, hablaba todavía de la tecnología general, sin entrar en logoritmos ni redes, que se le escapan y que llevan al paroxismo sus advertencias. Acabo el libro.

Voy corriendo con el mono a abrir mi móvil, y lo primero que me encuentro es este tuit:





Que me recuerda que el testigo de Jacobs lo coge perfectamente Hadjadj. Se me había olvidado, ay (prologuista desastroso), y cómo redondea el francés el argumento. 

Estas asombrosas casualidades, como si la Providencia estuviese leyendo sobre mi hombro, y diciendo: «Psch, psch», me pasan constantemente, pero hoy he corrido a apuntarlas.



martes, 23 de abril de 2019

Lara Cantizani


La presentación ayer del libro de Manolo Lara Cantizani fue de todo: íntima, lírica, emocionante y, sobre todo, graciosa. Qué tío. Con su tumor cerebral consiguió hablarnos de poesía y hacernos reír, como propone este haiku que escribió cinco minutos antes de entrar al quirófano:

Amor y humor
contra todo lo peor.
Vuelvo en un rato.

Se despertó de la anestesia dictando haikus, que la enfermera apuntó y le pegó con esparadrapos para que no se le perdieran. El cirujano, cuando fue a verlo, gritó: "Qué te ha pasado en el brazo". "Nada, son haikus".

También nos contó que ya no hace deporte, y que se dedica a ir por España vendiendo su libro de haikus cuyos beneficios dona a la investigación contra el cáncer. Ahora es culturista: hace turismo con la poesía por bandera. Ni en su libro ni en sus palabras una queja. Apenas, en ciento y pico páginas, un guiño japonés:

A la ventana,
llegan palomas blancas. 
(Bueno, son grises.)

Nos reímos especialmente con las confusiones que produce su sabia costumbre de firmar con sus dos apellidos. Carmen Calvo le escribió: "Querida amiga, cómo se nota la mano femenina en tus libros". Le invitaron a leer poemas un ocho de marzo y cuando le vieron aparecer con barba se llevaron un susto. Le preguntaron, aún indecisos: "Pero, ¿tú eres un hombre, no?" Por suerte, entonces, llevaba el pelo muy largo, y, además, siempre ha escrito poemas a las mujeres, de las que es firme partidario, y que leyó entonces.

Lara Cantizani, amante de los haikus, es demasiado grande para ser él otro haiku. Es una sextina.

lunes, 22 de abril de 2019

Minimalismo máximo


Justo ayer hablábamos de minimalismo y me encuentro hoy en la lectura del Evangelio del día un ejemplo máximo.

Las mujeres se encuentran a Cristo resucitado y éste les dice: «Alegraos». Ea, ni una explicación ni una anécdota ni una broma de humor negro ni una recriminación ni una referencia a la Pasión o a las profecías. Es un buen ejercicio pensar en la de cosas que nos pondríamos a contar nosotros en el caso de una resurrección. A Jesús le basta con dar un brochazo de luz: «Alegraos».


Luego se ve en la obligación de decirles: «No temáis», no fuese la impresión a imponerse a la dicha, pero no deja de ser una defensa de su minimalismo. Y luego, para tranquilizarlas más, les pone un encargo, que eso ayuda mucho a centrarse.

Pero no pueden ahorrarse más las palabras, aunque para Él, que es la Palabra, y en esa circunstancia, es más fácil.




domingo, 21 de abril de 2019

Menos para más


No hablaré de minimalismo para no cogerle los dedos críticos, pero de la poesía más pequeña, en voz baja, más desnuda me interesa todo lo contrario: su posibilidad de absoluto y de abarcarlo todo. Reducir los medios para llegar a fines reducidos es simple redundancia. La clave es el contraste. El mundo en el gran de arena, la hoja de hierba y la realidad o el trozo de pan incluso y la Divinidad. A esa comunión entre el menos y el más apuntan dos poemas de dos poetas estupendos en sus dos libros más recientes.

Juan Marqués, en El cuarto de estar (Pre-Textos, 2019):

DICKENSONIANA

En la naturaleza
la mirada descansa,
como quien vuelve a casa.

Para limpiar los ojos,
basta un árbol;

para saber volar,
es suficiente un pájaro.


Y Antonio Manilla en Suavemente ribera (Visor, 2019)

CLARABOYA

La luna que ilumina las montañas
con esta luz de otoño
y todo lo hay más allá de ellas:
el verdor de otros valles y el agua de los ríos
cuyos nombres ignoro, poblados y ciudades,
cielos desconocidos,
innumerables gentes
y, al fin, el mar que invita a los viajes.

Los anchos horizontes del desván
a través de un pequeño ventanuco:
el universo entero cabe en ellos.

viernes, 19 de abril de 2019

Hacer un Adán


Decidimos no ir a los oficios en los Jesuitas, donde va el todo el Puerto, e ir al convento de las capuchinas. Amparados en la circunstancia y en el carisma de la orden (Ángel dixit), me eché una chaqueta por encima y ya, sin corbata ni nada. Fueron unos oficios emocionantes, muy íntimos.

A la salida estaban unos  íntimos, precisamente, que viven en Madrid. Qué alegría saludarlos. Ambos hermanos muy bien puestos. Como son amigos y dos y tres años mayores que yo en el cole, se metieron directamente con mi ropa, sin miramientos: «Te estás volviendo un rojo». Me puse rojo de vergüenza. Y les expliqué que como eran unos oficios casi clandestinos... Me dijeron, rápidos y certeros, que por quién me arreglaba yo, eh, si por Jesús o por la alta sociedad. Tan acorralado me sentí que incurrí no en el primero de los pecados, pero sí en el segundo: hice un Adán. Señalé a mi mujer, que es su pariente, además, y dije: «Ella me dijo que no me arreglase».

Nada más perpetrar esa frase, cruzó por mi mente el ángel con la espada flamígera. Había cometido la falta menos caballerosa de la Historia Universal. Me volví rojo como un tomate. Menos mal que la confesión y la expresión «acabo de marcarme un Adán» les hizo gracia a todos. 

Hoy he ido impecable.


jueves, 18 de abril de 2019

Ante la rosa


Leo de nuevo Mi planta de naranja lima. Mis hijos me piden que lea en alto y, asombrados de que esta vez sea la historia de un niño, se arraciman a mí lado. Muy bien. Pero llego a la parte de la flor para la profesora y la galleta, y empiezo a llorar. Los niños, pasmados, me tocan las lágrimas con las yemitas de los dedos y les hace gracia mi nariz colorada.  Recuerdo al sacerdote que preguntaba cuánto hacía que uno no lloraba y me río, entre lágrimas. Pero para mis hijos tengo un recuerdo mejor, para que no confundan las lágrimas con una debilidad cuando son una delicadeza. Es esa copla argentina:

Mi caballo es andaluz,
de los que trajo Mendoza,
que no tiene miedo al tigre,
pero tiembla ante la rosa.

Les convence. Que siga leyendo, pues. Pero empiezo a no poder por el nudo en la garganta. Se ofrecen a ir leyendo ellos a páginas sucesivas y así pasamos el duro trance de ese capítulo.

Cuando llega su madre, se lo cuentan enseguida. Han visto a papá llorar, que no lo habían visto nunca, dicen. Cuando Leonor se alarma, enseguida, la calman. No, no, ha sido, naturalmente, ante la rosa.


miércoles, 17 de abril de 2019

Jibia


Paseando por la playa de Zahara, mis hijos fueron recogiendo huesos de jibia o esqueletos de choco o lo que los más figurativos llaman barcas de sepia. Eso era muy propio ponérselo a los canarios antiguos en la jaula, si me perdonan la memoria histórica.

Carmen y Quique estaban emocionados porque los había grandísimos, como de chocos de Julio Verne, y corrían de arriba abajo, adelante y atrás. 

Tanta emoción se pagó y, a la vuelta, Carmen me dio todos sus tesoros, y me cogió la mano, mientras que Quique, todavía más cargado, se iba quedando atrás y atrás. También es cierto que Quique no necesita ir muy cargado para irse quedando atrás en los paseos. Lo que hizo que mi cuñado dictaminase: «Quique los tiene de plomo». No sé si algún lector no andaluz necesita que le explique qué quiere decir esa expresión o qué, concretamente, tenía de plomo mi hijo.

A Carmen sí se lo tendría que haber explicado. Dijo, deduciendo que lo que tenía de plomo su hermano eran sus siete u ocho esqueletos de choco: «¡Los míos me los lleva papá!» Por supuesto, no le expliqué nada a la niña, porque son cosas que no se detallan a una señorita; y también --lo reconozco-- porque para un irremediable heteropatriarcal como yo, ser el portador de los plomos de la niña que llevaba de la mano me pareció, si me perdonan la ordinariez, una preciosidad y, sobre todo, una responsabilidad de la que no quiero descargarme.




domingo, 14 de abril de 2019

Epitafios



Mi amor por las palabras definitivas me hace estar muy pendiente de los epitafios, esperanzado. Hace poco me escribí uno solemne y quijotesco:

No hubo batalla que no diera 
aunque la mayoría las perdiera.

Sigo pensando que me puede valer, si la vida me da para ganar alguna batalla al menos, por amarrar esa minoría que se presupone tan optimistamente. Pero en el libro de José Alcáraz he hallado este epitafio: «Así está bien», que me encanta en su estoicismo iluminado por dentro, resignación y signatura.

He pensado que a mí no me valdría, porque siempre me falta tiempo, como en los exámenes de la carrera. ¿Qué tal este?


No me ha dado tiempo...
(En la eternidad 
espero tenerlo).

sábado, 13 de abril de 2019

Quintana y yo


Esta estupenda crítica de Cavalcanti el Nuevo, que acierta hasta en el carboncillo, me recordó una reciente anécdota que servirá para ilustrar hasta qué punto siento míos los poemas de Mario  [él escribía su nombre sin acento] Quintana.

Me encontré con una antigua (aunque ella siga estando muy joven) novia y su  marido. Me contaron que estaban estudiando portugués, les conté que estaba traduciendo portugués y, una cosa por la otra, me comprometí a mandarles el libro en cuanto que saliese. 

Y estaba dispuesto a cumplir la promesa, como todas. Hasta que, con el libro en las manos, caí en la existencia de este poema, que no le iba a hacer ninguna gracia al marido; ni a ella, ni a mí, ni a mi mujer, pero que es un poema como un templo:




«¿Qué hacer, qué hacer?», estuve preguntándome durante dos o tres semanas. Al final les mandé el libro, con la esperanza fundada de que no lo leerían o de que pasarían por encima de este poema, preocupados (estudiantes de portugués, al fin y al cabo) por algún arduo problema de traducción exacta de un matiz difícil. 



viernes, 12 de abril de 2019

Bandidos familiares


En el retiro espiritual de anoche, nos interpeló el sacerdote: «¿Cuánto tiempo hace que no lloráis, vosotros, ya tan hombres, eh?» Tuve que reprimir la tentación de levantar la mano y decir: «¡Diez minutos!» Había dejado (con gran dolor, por cierto) la lectura de Una familia de bandidos de 1793, con los ojos arrasados en lágrimas por la suerte de los vendeanos, para ir, a contrapelo de mi sentimiento, al retiro, precisamente.




Aunque lo que me empujo a ir, paradójicamente, fue la novela que me retenía, donde tanto ardor se pone en el cumplimiento del deber. Y el día anterior, me llevó a misa. La marquesa, viendo que todos hacen tantas fiestas al encuentro del joven conde con el rey, les recuerda que Cristo Rey está todos los días en la Sagrada Hostia y que nos hacemos los remolones. Salté de un brinco. Los guiños de la Providencia son magistrales, porque yo también ando muy excitado con mi próximo encuentro monárquico.





Ahora, para rebajar el tono contrarrevolucionario, una observación literaria. Cuántos caballos salen en esta novela autobiográfica o autobiografía novelada, y con qué tino se habla de ellos. Aunque sólo fuese por eso, ya se sabe (saborea) que es verdad lo que nos cuenta María de Saint-Hérmine. Ojalá un ensayito de un experto jinete sobre «Equitación y Una familia de bandidos». 





Un detalle entre muchos. Genoveva ha salido a esperar de la llegada de Arturo, su marido. Éste, a lo lejos, no la reconoce bajo su ancho sombrero de campensina, pero inmediatamente a su yegua, claro, y alborozado pica espuelas deseando encontrarse con su mujer.

Es un detalle, pero bien real. Me ha recordado, salvando las distancias, cuando el corazón me da un vuelco por la carretera cuando reconozco el coche de Leonor, que casi siempre es, y a veces no.






lunes, 8 de abril de 2019

Alegría


Carmen está mala, no ha ido al cole.

Cada mañana, temprano, cuando se levantan, Enrique viene corriendo a rezar conmigo y Carmen remolonea. Yo me temía que era poco piadosa y me daba pena.

Sin embargo, esta mañana, como pasó tan mala noche, ha tenido un despertar mariano, a las 12, hora del Ángelus. Ha amanecido radiante, descansada. Lo primero que ha hecho, como su hermano a las siete menos cuarto, ha sido venir corriendoa mi mesa para rezar:


Bendita sea la luz 
y la Santa Veracruz, 

etc.

He caído en la cuenta de que no es falta de piedad, sino sobra de sueño, como, por otra parte, me pasa a mí por las mañanas. He dicho un «amén» gozoso, que ha sonado a Aleluya.

Qué bien que se pusiese mala.

* * *

Mientras yo corregía los poemas de mi próximo libro, ella los leía, su barbilla apoyada sobre mi hombro. Con voz triste me ha dicho: "No rima casi ninguno; vas a tener que empezar de nuevo".

* * *

A la hora de comer, se ha sentado muy contenta con su madre y conmigo. Había lentejas y mis hijos, que consideran que la poesía, sobre todo si rima, es sagrada, han hecho un conjuro de "Lentejas / si quieres las tomas / y si no las dejas". Es el único plato, por tanto, del que no podemos obligarles a tomar ni dos cucharadas. "Lo dice el poema", alegan y yo, encantado de ese poderío poético, doy mi brazo a torcer. Su madre tuerce la cara. Pero hoy Leonor estaba inspirada y a contestados: "Lentejas,/ si quieres las tomas / y si no... te las meto por las orejas". Carmen ha comprendido que se había quedado sin argumentos.

* * * 


domingo, 7 de abril de 2019

Claro está




No busques el momento. La Poesía 
cuanto peor estás, mejor se escribe. 
Presumida, le encanta dejar claro 
que ella es imposible.



jueves, 4 de abril de 2019

Al sol


Leo al sol, con el sol de espalda,  con gafas de sol para que no me deslumbre el reflejo en la página, con un viento fresco de cara. No me duele nada. No me agobia nada. No miro el reloj. No miro el móvil. Me encanta lo que leo. Me apasiona. Leo con todo el cuerpo, incluso con los pelos (de la cabeza) de punta, por el viento estremecidos, por la emoción también. Cuando cierro el libro me pregunto, escéptico repentino, si no me habrá gustado tanto por la placentera coyuntura. Recuerdo, justo a tiempo, mientras me resisto a abandonar el sol, que siempre he defendido que a los poetas hay que juzgarlos por su mejor poema. Quizá debamos hacer lo mismo con las lecturas: considerar que la inmejorable es la buena. La calidad de un libro es la que refleja en la mejor de las circunstancias, a pleno sol.


lunes, 1 de abril de 2019

Frenazo

Lo máximo de un poema es cuando te hace hacer algo. Te empuja. Hoy unos versos de Antonio Manilla en Suavemente ribera (Visor, 2019) me han hecho dar un repentino frenazo, aparcar el coche apresuradamente y pasearme entre las tumbas. He visitado a mi madre y a mis abuelos en el cementerio. 

Ayer le había leído a Manilla:


Aguarda, caminante,
y piensa en el viajero de mañana
que ha de pasar junto a tu tumba un día
que espero muy remoto:


querrás que se detenga y haga un alto,
comparta su calor contigo, diga
tal vez unas palabras
que te acerquen la vida que hay ahí fuera.


Si no por mí, desconocido al cabo,
ten compasión de ti.

Claro que en mi caso, no se trataba de desconocidos, ni mucho menos. Son ellos, además, los que han tenido compasión de mí.