Os contaré una cosa si prometéis
no usarla contra mi idea, esto es, en mi favor, o sea, para consolarme y explicarme
que no, hombre, venga ya, anda, etc. He pasado unos días con una sensación muy
honda de desperdicio existencial. Sé que no —se me está pasando—, pero quedamos
en que no ibais a interrumpirme. Ha sido la percepción paralizante de tantos
proyectos realizados a medias por esa falta de entrega que, en los momentos más
optimistas, me parece una elegante sprezzatura o una flemática nonchalance
o con una gaditana frivolidad de fondo estoico, pero que estos días veía sencillamente
como una debilidad muy fuerte de mi carácter. No, no, esperad a la conclusión.
Lo importante es que he visto claro que esa sensación será el sustrato, el combustible,
digamos, del Purgatorio (sin meternos, Dios nos libre, en más honduras). Crea
una quemazón tan fría, tan desagradable, tan ciega que más nos vale vivir de
tal modo que no quede apenas en el depósito. El fracaso, comparado con ese remordimiento,
es nada.
viernes, 12 de junio de 2020
Remordimiento
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