jueves, 27 de agosto de 2020

Entiendo la censura

 

Pemán nos cuenta chascarrillos de la censura de su tiempo, y qué divertidos resultan. Tal vez dentro de unos años nos ríamos del cambio de título de Los diez negritos de Agatha Christie tanto como ahora lo hacemos con lo que cuenta don José María Pemán. Por ejemplo, escribió Metternich, una obra teatral bastante política, y la mandó a la censura... y sólo le tacharon una cosa. Reunió de inmediato en su casa a un grupo selecto de amigos y les propuso una prueba. Leería la obra [que yo sospecho que lo reunió, en realidad, para esto] y ellos tendrían que adivinar qué era lo prohibido. Todos apuntaron un montón de cosas presuntamente merecedoras de la implacable censura franquista. Al final, lo censurado no lo acertó nadie. En una acotación se decía que el protagonista besó a la protagonista apasionadamente, y habían tachado con lápiz rojo el «apasionadamente».

Lo que trae a la memoria a Sánchez Dragó, que cuenta que de una novela suya en la que había una persecución policial trepidante, con muchos tiros y carreras, el censor había tachado apasionadamente toda la escena y escrito en el margen: «La Guardia Civil española nunca falla un tiro».

Sigue Pemán contando que en un guión cinematográfico sobre La Gitanilla le habían prohibido el refrán: «A Dios rogando y con el mazo dando», no sabe él si fue la oración o el trabajo lo que había resultado inmoral. Esta vez, sin embargo, yo entiendo al censor.

Una vez, confesándome con fray Melchor, de los Mercederios, le pedí sus oraciones para que Leonor y yo tuviésemos el hijo que no nos llegaba. Suspiró y me replicó, con su santa sabiduría: «A Dios rogando/ y con el mazo dando». A duras penas pude resistir la risotada. Desde entonces, el famoso refrán se me ha llenado de un vivísimo sentido. Tanto, que siento una secreta afinidad con aquel censor franquista.



miércoles, 26 de agosto de 2020

Jóvenes

 

Tengo la vanidosa y melancólica sensación de que mi generación era la última que iba a misa de diario en números considerables. En mi barrio, quiero decir. Puede ser una cuestión de demografía: que las familias hayan envejecido y que éramos el baby boom de España y de aquí. O puede ser también que yo me siga fijando prioritariamente en las personas de mi edad.

Con todo, hoy sí que me he fijado en la cantidad de jóvenes, y qué guapos y alegres. Luego, en la puerta, se han hecho una foto de grupo. Y ya no he podido evitar preguntar a quien hacía la foto (que era amiga mía) que quiénes eran.

Eran sus hijos y sus sobrinos y algunos amigos, que han ido hoy a misa en masa porque era el aniversario de la muerte de su padre. Oh. 

El poder de convocatoria de nuestros muertos y la alegría de recordarlos hay que tenerlo muy en cuenta, y a lo mejor se olvida un poco.



sábado, 22 de agosto de 2020

Hacer un Gaya

 

Cuando estaban exiliados en México, ni Gaya ni sus amigos tenían dinero ni para ir al cine. Era un lujo que aquellos intelectuales no se podían permitir. De modo que ponían sus monedas en común y compraban una entrada. Luego la sorteaban y el afortunado entraba en la sala. Los demás esperaban fuera y, después, escuchaban la explicación y la crítica.

Ramón Gaya parecía tener más suerte que sus amigos. Hasta que se enteró que le hacían trampas en las suertes porque todos preferían que él les contase la película. Aquello le sentó fatal, pero a mí me encanta. Incluso imagino que alguno quizá pudiese pagarse alguna vez la entrada, pero preferiría oír a Ramón.

El otro día fuimos a un restaurante muy de postín y leyenda Leonor y yo por una especie de amable carambola y, desde entonces, hemos contado la experiencia a diestro y a siniestro con todo lujo de detalles lo menos siete u ocho veces.

Ayuda mucho que el menú sea bastante postmoderno y que, como en la política de La Moncloa, dé una enorme importancia «al relato»; pero, aún así, Leonor y yo nos esforzamos y nos compenetramos, discutiendo un poco a lo Pimpinela Escarlata, incluso, para darle más dramatismo. He caído en que tal vez estemos haciendo un Gaya (de lo bien que lo hacemos) y que oírnoslo contar termine siendo  para algunos (según nos dicen) una experiencia sustitutiva.



martes, 18 de agosto de 2020

Duda

 

Me siento a escribir y me siento mucho más torpe. De eso no tengo duda. Dudo si es por la pila... por la pila de años, que ya voy de vuelta; o porque estoy intentando ir un poco más allá y me he topado con mis límites. 

Oscilo entre una explicación y otra, aunque lo más seguro es que sea por las dos.



domingo, 16 de agosto de 2020

El tamiz del viento

 

Bajo a la playa con una bolsa de tela de libros. Esa tela es al cuadrado, porque la bolsa es de ese material y porque lleva un montón de libros. A veces, en un despiste o por una pisada demasiada cercana de un niño, se me llena de un puñado de arena. Hoy también, pero de otra arena. Como soplaba un poniente largo, me abría, travieso, la boca de la bolsa, y colaba la arena que levantaba.

Era una arena muchísimo más fina, como pasada por el colador invisible del viento. Al principio, porque también meto el móvil y la cartera en la bolsa me ha preocupado y he pensado escribir una moraleja a esta entrada sobre los peligros mayores que tienen los taimados y tamizados. Luego, tras soplar muy bien en las ranuras del móvil, se me ha pasado la preocupación. Y hasta me ha alegrado la leve observación sin más ni más. En la bolsa había tela de arena, pero era de seda.



sábado, 15 de agosto de 2020

Flamenco y solera

 

 Anoche tocó guitarra. Yo iba arrastrando los pies (todo lo contrario que el taconeo), pero no porque no me parezca bien el flamenco, sino porque tengo mil cosas pendientes. 

Éste era el programa: 

Tras los primeros compases, me entró la furia mimética:


Qué envidia me da el flamenco

que con tres ays y un quejío

tiene hecho el sentimiento.

 

Lo único roto mío soy yo:


Roto entre diez vocaciones

por cada una en mil piezas,

sólo Dios, el día del Juicio, 

montará el rompecabezas. 

 

Ni tan mal, si lo monta Él; así que me vine arriba:


Mi poesía es muy callada,

pero, en mi sangre, mis muertos

están tocando las palmas.

 

Me había gustado muchísimo el fandango del otro día:


«Sólo cuando estás bebío

te acuerdas de mi queré...

Permita Dios que te bebas

Sanlúca, er Puerto y Jerez

 

con toítas sus bodegas».


Me lleve una libreta para apuntar las letras flamencas. Luego resultaron bastante malas, en general. Leonor me veía apuntando y comentaba, curiosa y escéptica: «No tienes mucho que apuntar, ¿no?» No sabía que estaba apuntando las mías. Aunque, cuidado, que esto no quiere decir nada contra el cante, porque su llave no estaba en las letras.

Lo mejor de la noche fue cuando Jesús Méndez estaba cantando una soleá a la muerte de una madre, muy tópica y, de pronto, de lo bien que lo estaba haciendo, se transformó ante nuestros ojos atónitos en un huerfanito. 

Luego me hizo gracia esta, tan simple, pero que te dejaba la vibración auténtica de un amor rumboso:

«Un caballo me compré

para montar yo a mi gitana

en la feria de Jerez». 

 

Se agradeció el contraste, porque la mayoría de las letras hablaban de amores con muy mal fario. Yo miré de reojo a Leonor, tan tranquila en su sillita de al lado, y apunté esta bulería aliviada y vibrante:


La firmeza de tu amor

me librará de los celos,

pero jamás del temblor.


Para entonces se pusieron a cantar, en plan fin de fiesta, y a bailar: 


«Yo te quiero ver

moviendo los brazos,

moviendo los pies...

¡Que viva Jerez!»

 

«Me gustaría hacer eso, pero este venate inglés...», se lamentó Leonor, con su parte alícuota de envidia mimética. Le agradecí el comentario que me servirá para explicar que la anglofilia gaditana no es una admiración rendida, sino una anglo-filiación, para lo gracioso y para lo esaborío. Leonor lo mismo podía haber dicho: «Me gustaría hacer eso, pero este penate inglés...»

Como por telepatía, alguien se puso a cantar:

«Me voy a echar a navegar

en un barquito que vaya

de Cádiz a Gibraltar».


Y, para que yo no me olvidase de la poesía, otro:


«El pajarero

me trajo un loro

con las alas doradas

y el pico de oro».


Que me recordó de inmediato al loro de Luis Cernuda, que tiene que ser algo pariente de éste o, como mínimo, del mismo pajarero. El loro es un buen pájaro para hacer un correlato objetivo del escritor. 


A la vuelta en el coche, iba callado, porque iba cantando


Tú no quieres que te cante.

Con que te cuente al oído

dices que tienes bastante.

*

Cantaría por soleás

si no me quisieras; como

me quieres, no canto .

*

Escucha, escucha las palmas

que cuando pasas te toco

--¡escucha!-- con las pestañas.

*

En verdad, somos flamencos.

Tenemos pinta de payos

porque todo va por dentro.