Ayer me liaron para una de esas lecturas públicas de El Quijote. Mi padre leía también, así que fuimos juntos en el coche. Yo echaba por la boca, no rayos ni truenos, sino sapos y culebras. ¿Por qué no nos dejaban tranquilamente en casa, leyendo a Cervantes, en vez de condenarnos a buscar aparcamiento, a llegar agobiados por la hora, a leer tres frases descuajeringadas y a saludar sonrientes a las élites culturales de la población? Mi padre aguantaba mi chaparrón con resignación cristiana.
Media hora más tarde yo salía entusiasmado del acto. Cervantes, a pesar de todos y de los párrafos tartamudos, se había ido abriendo camino trabajosamente y terminaba agarrándote la atención y haciéndote desear que su prosa prosiguiese. Pero eso no fue todo. Mi padre leyó antes y le tocó un pasaje en el que don Quijote dudaba si imitar a Roldán o a Amadís o a Orlando. Yo me acordaba de las tesis de Cesáreo Bandera y de su fina perspicacia. Creía, con vana envidia, que ningún trozo podía ser mejor, sobre todo cuando leyó ese lema tan mío de: “si no acabó grandes cosas, murió por acometellas.” Pensé incluso hacerme el loco y empezar a leer con retroceso, otra vez por esa cita, tan épica como misericordiosa, que ya es raro. No me atreví.
Y, sin embargo, sin salir del mismo capítulo XXVI de la primera parte, cuando llegó mi turno me encontré leyendo algo que parecía escrito para que me sintiese reafirmado, que falta me hace, pues ensertaba en breve punto casi todo lo que me interesa, y con su tono menor y su ironía para más exactitud. Cuando uno, como es mi caso, no cree en la casualidad, éstas coincidencias estremecen. "Yo, como Dios, ni juego al azar ni creo en la casualidad", dice V de Vendetta. Entre todo El Quijote, fíjense el trocito que me tocó precisamente a mí en una tómbola de cientos de páginas y de decenas de lectores y de doce horas de ininterrumpidos relevos: “En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando, y díole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías. Y lo que le fatigaba mucho era no hallar por allí otro ermitaño que le confesase y con quien consolarse. Y así, se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo y grabando en las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea.”
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2 comentarios:
Luego diréis que ser poeta es duro. ¿Vistéis el documental sobre don burgués Trapiello anoche?
Vi sólo la parte bucólica, final, Las Viñas y eso. Supongo que sus recuerdos del franquismo serían más duros, ¿no? Me he aprendido de memoria una cosa que dijo Trapiello: "Me gusta la gente, pero si quiero darles algo más que conversación, necesito aislarme, soledad y silencio". Burgués o no, Andrés acierta a menudo.
En cuanto a la vida dura del poeta, esto es como en botica: hay de todo. Yo no me quejo. "Yo nunca me compadezco..." que dijo ayer en su entrada Juan Peña.
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