Con las imperiosa excepción del aborto legalizado, las hambrunas y otros crímenes de lesa humanidad, lo más acuciante en este comienzo de milenio es hablar de pájaros y flores. Esto es, de arte y de literatura, de belleza y de ideas. Durante la pasada campaña electoral, ciertos artistas se lanzaron a apoyar a Zapatero, y celebraron luego la victoria en todo lo alto de la tarima del PSOE, tan contentos. La exhibición tuvo de bueno que ha propiciado un debate sobre las relaciones (malas) de la derecha con la cultura.
Pasadas las elecciones, es el momento de que el debate gane profundidad, porque no se trata tanto de ver con quién se lleva mejor el puñado de autoproclamados artistas, sino de ver quiénes se llevan bien con la belleza y la emoción. Ése es el compromiso exigible a todos los artistas, mientras respetamos —faltaría más— la libertad de cada uno para entrometerse en política como cualquier otro hijo de vecino.
Que el arte moderno ha obliterado la búsqueda de la belleza, concepto que se considera retrógrado y perverso, es una de las principales denuncias que hace José Javier Esparza en su libro Los ocho pecados capitales del arte contemporáneo (Almuzara, 2007). A lo largo y ancho de sus 176 páginas, se nos advierte que el emperador —el arte hoy imperante— va desnudo.
Esparza se sitúa fuera del cortejo, denunciando a voz en grito. Desde el interior, con más matices y más afilado, se presenta Enrique Andrés Ruiz en Santa Lucía y los bueyes (Pre-Textos, 2007). Con una prosa hermosísima, que a ratos recuerda a la de Ramón Gaya y siempre a la de José Jiménez Lozano, nos va desgranando, da la impresión que sin plan preconcebido, mientras pasea entre concretas obras de arte o frente a otras que no lo son tanto, toda una estética, que desemboca en una ética. Elegante y erudito, Enrique Andrés Ruiz ha escrito un libro muy valiente, que se atreve a tocar, incluso con los delicados dedos de la teología, las más hondas llagas del arte actual.
En la Pascua de Resurrección de 1999, Juan Pablo II publicó su Carta a los artistas. En ella hacía un llamamiento a los creadores del tercer milenio: “la sociedad tiene necesidad de los artistas”. Que dos valiosos escritores españoles actuales se tomen en serio el problema de la belleza y la creación es un signo de esperanza.
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6 comentarios:
Una vez que la vanguardia se ha sobrepasado a sí misma y ha llegado a su propio límite, esto es, allí donde quiso hacer ver que todo es arte y por lo tanto nada es arte, que todos son artistas y por lo tanto nadie es artista, que todo es belleza y por lo tanto nada es belleza, una vez, digo, llegados a este punto, urge volver al punto de partida: el que empujó a nuestros hermanos de Altamira a garabatear en las paredes de su cueva "la belleza". Conviene escuchar la canción "La belleza", de Aute, para entonarse y ponerse a ello. Yo me apunto. Que Dios me ayude.
En "La pérdida del centro", Hans Sedlmayr recoge esta frase de Adalbert Stifter (1805-1868): "El único pecado mortal en el campo del arte es el que se comete contra la originaria semejanza del alma humana con Dios". No creo que sea el único pecado mortal, pero sí el original, del que proceden todos los otros. Enrique Andrés Ruiz, en su extraordinario libro, nos habla, entre otras cosas, del porqué de ese pecado y de sus consecuencias.
El problema de Esparza es que simplifica y no se exige demasiado, con lo cual su invectiva (que no va mal dirigida en general) se queda a un nivel de casino de pueblo que no perjudica a los grandes farsantes. Si Demian Hirst y Miró son culpables por igual es que algo falla en el análisis.
Mucho más ajustada, inteligente y en último extremo dañina (para los farsantes) me parece la posición de Félix de Azúa en su Diccionario de las Artes.
Genial. Qué bueno.
Estos también deberías trampolinkearlos a la fuente original, así sumas visitas allá.
Igual se está titulando con demasiada alegría a los artistas. Y reivindicar la belleza, lo bello-bueno de los griegos parece más necesario que nunca. Y la esgae a su bola, claro.
Muchas gracias a todos. Releí Diccionario de las Artes del que tenía un delicioso recuerdo vago, y efectivamente, Ignacio, tenía que haberlo citado.
Ahora buscaré, La pérdida del centro, Julio. Tus recomendaciones son órdenes para mí.
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