El título de este artículo es un guiño a Miguel Aranguren al que tanto divierte la aliteración de nuestros nombres. Kiko es mi admirado colega Méndez-Monasterio, que se marcó la semana pasada una columna contra los poetas. Y Quique soy yo cuando me llaman los amigos de la infancia. En rigor, Aranguren no es amigo mío de la infancia, pero tuvo el exquisito gusto de casarse con quien sí, y en esto de las nomenclaturas rige el régimen de gananciales.
Que Méndez-Monasterio se ría de nosotros me parece bien. Al fin y al cabo, está dentro de una tradición que va desde Platón hasta el bardo de Asterix. Shakespeare lo expuso con Mercuccio, el principal secundario de Romeo y Julieta. ¿Recuerdan ustedes cuando, herido de muerte, se despide, entre bromas brillantes, de sus amigos? Ése es el destino de muchos poetas: un triple salto mortal del humor desgarrado a la emoción más pura.
Tuvo gracia Kiko ensañándose con nuestra proverbial pobreza. Contaba que iba a tener un encuentro con algunos poetas, y que vigilaría bien su cartera. Me consta que el encuentro ya ha sucedido —yo anduve allí— y habría que preguntarle ahora por su abultada cartera de narrador exitoso. Debe de estar intacta, porque al final, cuando el sector lírico de la reunión fue a tomarse una cerveza (o tres) para refrescarse de tanta narrativa, tuvo que moderarse bastante por falta de liquidez. Menos mal.
Lo que no le perdono a Kiko es que se extrañara de que haya poetas cristianos. Ha herido mi orgullo y mi vanidad. Mi orgullo porque precisamente los poetas, viviendo al borde del misterio, somos refractarios al materialismo. Lo explicaba el brasileño Mario Quintana: “Los poetas son los únicos que no pueden hablar contra los absurdos de la religión. Incluso aquellos que se juzgan materialistas deben sentirse aludidos: la poesía es un síntoma de lo sobrenatural”. Quizá el mayor timbre de gloria de la poesía moderna sea, en palabras del pensador colombiano Gómez Dávila, que “desde Blake, Wordsworth, y el Romanticismo alemán, es una conspiración reaccionaria contra la desacralización del mundo”. Pero sobre todo ha herido mi vanidad porque esto ya lo expliqué minuciosamente hace unos meses en Alba. O sea, que Kiko no me lee ni en prosa, el puñetero.
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3 comentarios:
Yo, contra lo que dice Quintana, creo que no conozco nada que más desmienta lo sobrenatural que la poesía.
Salud,
Tlön
Es que sobrenatural es una palabra muy chunga. No hay nada que sea sobrenatural: todo lo que es, por ser, es hasta cierto punto natural (o dicho de otra forma, la naturaleza es lo que hay).
Mucho más me interesa la idea de sacralización del mundo mediante la poesía. Ahí sí hay un filón de verdad. Seguramente no sea posible llegar a un acuerdo en la definición de sagrado (ni en la de poesía), pero en cualquier caso me siento cerca de esos modos de mirar.
Pues yo sí que te doy la razón aquí, Máiquez, se entienda como se entienda lo sobrenatural. La poesía es la mirada a lo mágico que hay detrás de las cosas.
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