Carmen nos volvió a dar una noche de perros, pero la tengo por ganancia. Se quejaba de algo en la boca, se la miramos y no tenía nada, y a las cinco de la mañana se pimpló un biberón entero. Yo entonces dejé de preocuparme, supuse que lo que quería era dormir con sus padres, y que las quejas tenían su pizca de quejío, como una diminuta flamenca por siguiriyas. Me dediqué a disfrutar. No por masoquismo, no. Para hacerme entender, tendré que remontarme bastante años atrás, quizá más de veinte. Por entonces empecé a admirar ese verso de Luis Rosales en La casa encendida que habla de unas chicas que "se lloraban durmiendo". Cuánto he intentado imitar tan electrificante cruce de verbos. Sin conseguirlo. Y anoche Carmencita, como quien no quiere la cosa, sin dificultad alguna, según iba pasando la noche se quejaba: "Duele siguiendo, duele siguiendo, duele siguiendo".
¡Oh, ahí estaba!
5 comentarios:
¡Bueno buenísimo!
Eso es el cante jondo, eh.
Me encantaría ver ese verso en el siguiente poemario.
Oye, al final... ¿qué tenía?
Gracias a los tres. No tenía ná, Rocío, cante jondo. Arsa.
Qué pasada, lo lleva en los genes...
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