domingo, 15 de noviembre de 2015
The Noselessness of Man
En el concierto de Beades con las canciones de La Taberna Errante, me acordé sin parar de mi bisabuelo Prudencio. Haciendo honor a su nombre, no permitió que su hija Dolores, hermana de mi abuelo materno, se fuese a Madrid al conservatorio, porque "ella tocaba el piano para recreo de su padre, y para eso ya lo hacía inmejorablemente bien", dijo a su maestro, que le insistía, zanjando toda discusión. Yo dudaba si tendría la autoridad suficiente para poner a mi hija a tocar el violín para mi recreo. Qué instrumento tan bellísimo, tan alegre con hondura, tan melancólico —si hace falta—, qué severidad irónica. Beades, que tocaba la guitarra, estaba perfectamente acompañado por el violín de Fátima. Vean, digo, oigan:
A pesar de todo y del desbordamiento musical, me dio tiempo a disfrutar con las letras, y con la estatura (moral, quiero decir) de Chesterton, que se me hacía presente de una manera casi física. Qué grande. Por ejemplo, cuando Beades cantó por Quoodle que ladró por Chesterton un lamento por la falta de nariz del ser humano. Gilbert era un sensual como Dios manda y no podía menos que lamentar que no tengamos desarrollado el olfato y las maravillas que nos vamos perdiendo por la vida. Yo, que estaba, gracias a las canciones, en perfecta comunión con el maestro, sentí en el alma la Sinnariz del Hombre, ay de nosotros.
Luego, en el bar al que irremediablemente nos condujeron las baladas de La Taberna Errante, pedí un fino y me vino al encuentro cosquilleándome en la nariz con la alegría de un Scottish Terrier que sale a la puerta a recibir a su dueño moviendo el cortado rabo. Di gracias a Dios, que nos ha dejado abierto algún resquicio.
Pero fue al día siguiente, leyendo apartado (casi escondido) de los niños, en el campo, tendido bajo un acebuche, a ras de tierra para despistar al viento, cuando volví a disfrutar de los olores. Trataba de leer, empujado por Chesterton y por Beades y por La Taberna Errante, el ensayo The hungry soul de Leon R. Kass. Pero el levante no me dejaba, revolviéndome las hojas y los ojos y los hijos, pero, a cambio, me metía el lentisco entre el libro y mi cara, y qué olor a campo fresco y áspero, viril y lírico, en cada hojita. No sé si, sin Quoodle y sin Beades, lo habría disfrutado tanto. Probablemente no. Y fue magnífico.
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