martes, 23 de mayo de 2006

Tres estampas

De la pobreza de los dos mendigos que se sientan a la puerta del Convento de las Concepcionistas, correctos y bien vestidos, da muestra su silencio. Están juntos media tarde cada día y no se dicen nada nunca. Fijan los ojos al frente sin permitirse ni un guiño ni un pequeño cambio de impresiones. Los aparcacoches de los Jesuitas discuten con frecuencia a voces, y es tremendo, pero también charlan y se ríen. El silencio de éstos es desolador. Ojalá pudiera darles una buena limosna de palabrería… ¡Con la que a mí me sobra!
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Ya en misa, una señora no para de abrir y cerrar una bolsa de plástico. Le hace un nudo, lo deshace, mete la mano, toca algo, saca la mano y vuelve a hacer un nudo. Y lo deshace. Nadie se hubiese fijado si no fuera porque la bolsa monta un ruido inconcebible. El pueblo fiel empieza a ponerse nervioso, a suspirar, a mirarla de reojo, incluso a chistar. No sirve de nada, porque como demuestra el jaleo del plástico, la señora está sorda como tapia de convento. Probablemente, a estas alturas, yo estaría también frenético, pero como me he sentado atrás y tengo una buena perspectiva de toda la escena, le veo la gracia. Luego, me he puesto a pensar en lo difícil que es la virtud, en que el humo de un diablillo entra enseguida por las rendijas de la iglesia y que estábamos a un tris de faltar a la caridad. Lo mismo que cuando en las filas de confesar se cuela alguien y nos indignamos tanto que, al final, tenemos otra cosa de la que confesarnos, adquirida allí mismo. Hago el firme propósito de no enfadarme más, al menos en la iglesia, y de no distraerme tanto —aunque esto último, como no le salga un definitivo nudo gordiano…
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Al volver de comulgar, recordé la angustia que me causaba cuando chico el que la Sagrada Forma se me quedase pegada al paladar, que se iba acabando la misa y no había manera... Supongo que tenía claro que no era digno y que sentía como un eco oscuro de eso de la Biblia: “Que se me pegue la lengua al paladar…” Contra aquella aprensión, mis tranquilizadores razonamientos lógicos y teológicos no servían de nada. Hasta que, de pronto, un día, el lenguaje vino en mi ayuda, como ha hecho siempre. Me di cuenta de que el paladar se llama el cielo de la boca. La Forma estaba, pues, en su sitio exacto: en esos momentos, en el verdadero Cielo de la boca.

8 comentarios:

Adaldrida dijo...

Estás sembrado, Enrique. No sé si lo sabes, pero yo soy muy maniática con los ruidos, me viene de familia. Sobre todo detesto los "ruidos pequeños": los bisbiseos, los besuqueos, el mascar de chicle, ciertos tacones... Y también me he puesto frenética en la iglesia. Así que te comprendo, pero más aún, te felicito por hablar con tanta naturalidad de estas escenas en un blog.

Jesús Beades dijo...

El escrúpulo físico-teológico de la Comunión se me pasó a mí en una Comunidad Neocatecumenal. Ellos comulgan de verdad con un pan ácimo como en la Pascua original (grueso, difícil de masticar y de tragar, lo cual tiene un significado: el pan de la muerte, que Cristo convierte en Vida), y es inevitable que caigan miguitas, y que se sacudan como hacemos en la mesa, como harían los Apóstoles y los primeros cristianos. De hecho le llamaban "la fracción del pan".

Con esa mísera solución de la oblea, apenas hay nada que masticar, es como dejar que una hojita de papel se te deshaga en la boca. Con ello se pierde parte del sentido sacramental, en cuanto que signo sensible. Los primeros cristianos "comían" de verdad su Carne, en forma de pan. Y bebían su Sangre. No sé por qué no se comulga con las dos especies de manera regular, pues el texto evangélico es claro. Se han hecho piruetas -casi todas a peor- en la liturgia para que participen los fieles, en vez de dar el sencillo paso de restaurar la Eucaristía original.

Jesús Beades dijo...

Cuando le pregunté a mi abuelo por qué no comulgaba con la mano, sino directamente en la boca, me contestó que él no era digno de tocar al Santísimo. Al cabo de los años caí -es curioso, no en ese momento- que tan indigna es nuestra mano como nuestra garganta, o como el paladar. Pero supongo que ese escrúpulo es simbólico, y, a su modo, solemne. Respetable, siempre que no se mire al de al lado, al que recibe la oblea en la mano, como "de peor estilo", o "menos delicado con el Señor". Lo digo como un mea culpa, pues cuántas veces he mirado al del banco de enfrente y me he indignado por que no se arrodillaba, o porque no contestaba correctamente a las oraciones, o porque comulgaba, para mi gusto, con apresuramiento. Ahí, Enrique, has dado en el clavo: qué dura ironía es tener espíritu crítico en la iglesia. Lewis dice que en el templo no deberíamos "ver" a los demás en absoluto, sino estar todos mirando al Señor.

Y, por cambiar de tono. Recuerdo, hace años, una Misa de pueblo (castellano), en que le sonó el móvil a una señora. Tras varios segundos sonando, la tía va y lo coge y se pone a hablar a gritos -como sólo saben gritar por teléfono las personas mayores: escépticos del aparato-, y los demás atónitos. Eran los comienzos del uso del móvil, y supongo que la señora vería como obligatorio atender la llamada. Ahora me hace gracia, pero entonces estuve a punto de cometer sacrilegio y degollar a la señora allí mismo.

Juan Ignacio dijo...

Para el tema ruidos he desarrollado una especial insensibilidad desde que tuve un hijo.

No porque no lo escuche a él; de hecho cuando lo llevamos a misa y está muy activo no queda otra que quedarse en la puerta y ver cómo el corretea por el patio.

Pero será que a lo largo de todos los días ya aprendí a convivir con los ruidos de un niño (que no son necesariamente nada malo, sus necesidades, sus "energías", etc.) y entonces no me molestan cuando los escucho en otros niños en la iglesia. Así como tampoco otros ruidos.

Es como que uno aprende a concentrarse sin necesidad de que haya tantas condiciones.

Eso sí, hay recaídas y talones de aquiles: el sonido de un celular es algo que atenta contra mi salud espiritual. Por esa facilidad que tenemos para indignarnos y condenar a alguien. Pero mejor lo explicó Jesús (Beades).

Saludos.

E. G-Máiquez dijo...

Gracias por todos los comentarios, y a Juan Ignacio por sacrificarse y quedarse fuera de la iglesia con su niño.

Sobre lo de mirar a los otros en misa, C. S. Lewis tiene también un capítulo desternillante, que veo que no es el que tú citas, en "Las cartas del diablo..." Y tienes razón, Beades, en que no hay que mirarse sino contemplar, lo que pasa es lo que dice Pedríto Andía: "Qué bien se mira en Misa, es el mejor sitio...", lo que bien visto, también tiene su miga teológica.

Nunca he estado en una Misa Neocatecumenal. De lo que me cuentas, todo me parece estupendo, menos, precisamente, eso de las migas. Yo no tengo nada contra el pan ácimo, y todo a favor del vino (¡gracias a Dios!), pero creo que en las miguitas sigue Jesús, y que nunca se pecará por un cuidado exquisito, de amante.

Juan Ignacio dijo...

...bueno, sí, lo digo. Cuando leí esto de "mirar" en misa, otra vez me sorprendió estar en esos mismos momentos pensando en algo muy parecido a lo que se escribía.

Lo tenía en borrador así:

¿A dónde tiene que mirar o conviene que mire la asamblea? ¿Al que la preside? ¿Al altar? ¿Al sagrario? ¿No importa a dónde? ¿No me preocupo? ¿Soy un delirante? ¿Debo ser más espontáneo?

Jesús Beades dijo...

Pues ya es tarde, Enrique, para la Eucaristía de los Kikos (no dicen "misa"), porque el Ratzinger los ha puesto un poco firmes en cuatro o cinco asuntos de liturgia, muy llamativos, incluida la comunión.

Supongo que aludes a las chirriantes botas de goma del vecino de banco; Lewis ve una ventaja en la arbitraria organización por parroquias (en vez de por grupos eclesiásticos selectos), porque así uno puede rezar junto a un vecino molesto y simple "del que no soy digno de atar los cordones de las botas". También cuenta, en otro libro, cómo en una celebración en no sé qué pais, los asistentes no parecían mirarse entre sí en absoluto, y que algunos estaban de pie, otros sentados, otros de rodillas, incluso alguno se arrastraba por el suelo. Todos estaban "vueltos hacia el Señor".

Pero, enlazando con el comentario del amigo Juan Ignacio,(cúanto me recuerdas mis propias anotaciones de hace años...), también refiere Lewis el texto del Apocalipsis en que, estando los Santos en torno al Cordero, se miran UNOS A OTROS y repiten Santo, Santo, Santo. Adoran a Dios EN los otros. Pues cada uno es un reflejo del rostro del Padre, insustituible.

Anónimo dijo...

Te felicito, Rocío, pues así tienes continuas oportunidades de santificarte:

"¡Cuántos que se dejarían enclavar en una cruz, ante la mirada atónita de millares de espectadores, no saben sufrir cristianamente los alfilerazos de cada día! —Piensa, entonces, qué es lo más heroico."

Camino, 204.