Los milicianos lo sacaron a empujones de su casa, dispuestos a convertirle en el mártir 499 de una futura beatificación. Don Bartolomé se dejaba empujar, sabiendo que esperanzas tenía pocas. En cambio, esperanza la de siempre. Cuando descubrió que el jefe del autodenominado “Escuadrón de la Canina”, era Manolito, el de las Tejas, pensó que tal vez no estuviese todo perdido. Había sido su profesor en la escuela del pueblo y conocía bien que su fuerza bruta tenía un parangón: su orgullo.
—Manolito…. —gritó.
—Me llamo Sangre, don Bartolomé, y no me llamo don Manuel porque ya no hay dones que valgan…
—Pues don Sangre, ¿no pensarás matarnos a mí y al señor cura y a las monjitas de la Encarnación así como así, sin convencernos de que morimos por la Revolución y por la Libertad?
—Yo pensaba no dejar para mañana lo que puedas hacer hoy, como usted nos enseñó. Los muchachos, ya ve, están deseando darle al gatillo… El boticario y el alcalde se nos han escabullido, los muy maricones…
—Pero, hombre, Manolo, recuerda que sois unos animales (hizo una pausa, mirando en redondo, como si estuviera dando una clase) racionales y que no podéis matarnos sin más, que hay que conseguir que las víctimas os demos la razón, que vayamos tan contentas al paseo, que os agradezcamos de corazón vuestra labor revolucionaria…
—A usted seguro que le podría convencer yo, pero no al cura que es cerril al máximo, y a las monjas, qué, que ni me miran a la cara...
—Trato hecho, Sangre, si me convences a mí, nos das matarile a todos.
Y le tendió la mano.
A partir de aquella noche de julio, en el pueblo, Manolito, alias el Sangre, y don Bartolomé, el maestro-escuela, discutían de filosofía política ante las impacientes escopetas de caza de los milicianos y los hiperestésicos oídos del clero local. Sangre se destapó como un polemista eficaz, a pesar de algún que otro trabucamiento y exabrupto. Iba convenciendo al asombrado maestro, ante el pavor de las monjitas, que, entre avemaría y avemaría, seguían mareadas los meandros de la discusión. Suspiraba don Bartolomé:
—¡Anda, Manolito!, pues en eso de la colectivización no había yo caído…
Y a Sangre se le esponjaba el pecho. Sólo que un poco antes del alba, cuando avisaban los gallos, don Bartolomé añadía:
—Pues sí, por la colectivización estaríamos dispuestos a ser asesinados, pero ya mismo, vamos... Lo malo es que la Revolución Rusa, no sé, me pilla un poco lejos, Sangre, me deja frío.
—Tengo que documentarme, don Bartolomé, no me va usted a coger por sorpresa… Además estoy cansado. Mañana por la noche le convenzo en un periquete de las bondades de don José Estalín, pierda cuidado.
Sangre saboreaba cada noche las mieles de una victoria intelectual. Tanto, que no quería ventajas sobre su oponente. Así que dejó que el maestro volviese a su casa: que tuviese cerca sus libros para preparar el último, siempre el último, punto pendiente. Las monjas, como con tanto cuchicheo distraían el debate, volvieron a la clausura. Y el cura, que ciertamente era cerril y no se dejaba convencer ni un ápice, fue el único que se quedó en el calabozo que habían improvisado en la iglesia. Los milicianos se dividieron en dos: los que le cogieron gusto a las tertulias nocturnas y a la bohemia de la intelectualidad y los que, aburridos, volvieron aliviados a las labores del campo.
No habían pasado mil y una noches, sino un poco menos de la mitad, cuando un destacamento de la Guardia Civil entró en el pueblo. Allí parecía que la guerra no iba con ellos. Sangre estaba dormitando en una silla de anea con el libro de Paul Laforgue, El derecho a la pereza, entre las piernas; y don Bartolomé andaba por el río, pensando en la colectivización. Los guardias arriaron dos o tres banderas rojas y raídas y abrieron la boca oyendo que el “Escuadrón de la Canina” era, prácticamente, un diálogo platónico.
Antes de irse, tenían que dejar nombradas nuevas autoridades. El cura propuso a don Bartolomé y don Bartolomé a Sangre, quiero decir, a Manolito.
— Hombre, maestro, no se pase —repuso el capitán de la Guardia Civil.
lunes, 29 de octubre de 2007
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
20 comentarios:
¿Esto es verdad? Porque bien contado ya se ve que sí, pero parece increíble...
Ojalá, Rocío.
O sea, que no es un cuento tuyo... En cualquier caso, es una historia magnífica.
Sí, Enrique, es un sueño mío. Y gracias por el adjetivo.
Pues en ese sueño tienes el germen de una novela. Te animo a contarla.
¡Qué bueno!Parece un cuentecito de Guareschi.¡Ay, don Camilo!
Cordial, agudo, tierno, divertido, mágico. Humanísimo. Un par de bailes, una pelea, unos cuantos litros de cerveza y una historia de amor y ese relato Ford lo habría hecho película.
Una pequeña obra maestra. Y lo digo en el fragor apasionado inmediato a la lectura, que es cuando hay que opinar.
Ahora que lo pienso, me recuerda a uno de mis bisabuelos, maestro en el Bierzo con cargo en la administración republicana cuyo cuerpo cría malvas quién sabe dónde en los montes leoneses. Según me han contado, se enfrentó a la turba cuando llevaban a colgar al cura del pueblo (San Román de Bembibre), evitando -por el momento- el asesinato.
Precioso.
Gracias
Es una maravilla.
Ayuda a respirar, y más después del documental de anoche en Telemadrid sobre las animaladas y la persecución religiosa que precedieron al estallido de la guerra.
Está lleno de humor, de bondad y de esperanza, de confianza en el género humano a pesar de los pesares.
Es una verdadera joya (todo: lo de "la canina", lo del sobrino vago de Marx, el maestro que sabe echar el anzuelo y tirar del hilo...) Se nota que lo ha escrito un "maestro".
Grandísimo.
Y transmite una gran nostalgia, porque ese triunfo de la inteligencia es imaginable entonces.
Hoy, con el Escuadrón de la Logse, no habría manera de apelar a la razón.
Vaya, Enrique, no conocía tu faceta de prosista, tan buena como la de poeta y la de articulista. Eres un hombre renacentista, vaya. Sólo discierno en que yo no soy tan optimista. En mitad de la guerra, Manolito no se hubiese acordado de que Don Bartolomé le daba clases, y hubiese procedido al paseo, y, del mismo modo, en caso contrario, las recomendaciones del maestro, el cura o el boticario valdrían de poco. Esa es la trágica verdad.
Ahora bien, algo de cierto hay. En mi pueblo hay una plaza dedicada al alcalde republicano Belenguer, alcalde de guerra. Vinieron -ya se sabe que la zona de Valencia era roja- a llevarse a dos falangistas y él dijo que no, que con los vecinos del pueblo se entendían los vecinos del pueblo. En mi pueblo, de hecho, hay recuerdo de personas que se tuvieron que esconder por miedo a incontrolados, pero no de matanzas llevadas a cabo, o patrocinadas, por la autoridad.
Batiscafo dice:.....ese triunfo de la inteligencia es imaginable entonces.
La misma que uso Queipo de Llano cuando le preguntaron que hacer con Garcia Lorca y dijo: A ese... café, mucho café.
No hay Razón a la que apelar con una guerra y no hay inteligencia que la soporte.
En cuanto al escuadrón de la Logse, me parece cuando menos,poco afortunada la conjetura.
Por otra parte, el cuento me parece precioso y y usando las palabras de Agus, muy humano y divertido.
No sé si daría para una novela, pero el cuento, tal como está, me parece muy bueno.
Mil y una felicitaciones. O más.
Hombre, es este un cuento preciosos, de valor universal. Me vienen las ganas de traducirlo al inglés. ¿Se puede?
La traducción del cuento al inglés ya está hecha más o menos y la he publicado en mi blog seguida de la versión original. Claro que hay palabras y frases que no se traducen con facilidad pero habría que darle el intento por lo menos.
Me hace muchísima ilusión, Antonio. Mil gracias.
Pero, ¿quién habla de apelar a la razón para justificar la guerra?
Disculpa, Manupé, pero no has entendido para nada mi mensaje. Lo único que digo es que cuándo hay amor por la sabiduría es posible dialogar hasta en casos tan extremos como éste.
Ahora es más difícil, como bien se ve...
No me lleves al paredón, hombre.
Enrique,
Ya he corregido el fallo ese en la traducción. Gracias por el comentario.
Un saludo
Publicar un comentario