Voy a Madrid y vuelvo como las musas al teatro de Lope de Vega, en horas veinticuatro. Aquí siempre cuento la ida y la vuelta y me dijo el "y", que es lo más sustancioso, pero, por eso mismo, lo menos anecdótico.
En la estación del Puerto me encontré a un amigo. Me entra la misma sensación tonta de haber sido cogido en falta de siempre. Como si me estuviese fugando de casa.
Luego volvió a pasarme lo del famosísimo poema de José Luis de la Cuesta, pero completamente al revés: cuesta abajo. Ya saben:
De todas las chicas hermosas
que entraron en el tren
ninguna se sentó a mi lado
nunca.
Me pasa tanto, que empiezo a empezar que quizá yo considere que todas las chicas son hermosas y, por tanto, aumente mi índice de probabilidades.
En este caso, no, que medio vagón pensaba como yo, porque la chica llevaba un escote que le daba la vuelta. Y no me refiero a la vuelta por la espalda. A partir de entonces las miradas de medio coche 7 y las de los que lo cruzaban pasaban rozándome, pero no me daban. Era como en una película de guerra, cuando los tiros pasan muy cerca, silbando, y las bombas explotan al lado y te salpican de arena y de polvo.
Estaba (¡ella, ojo!) muy excitada. Llamó a una amiga. Ésta le debió protestar. Le contestó: "Pues me escuchas y luego te vuelves a dormir". Además, tenía carácter. Eran las cinco de la tarde. O sea, que una buena siesta se estaba metiendo su amiga entre pecho (ejem) y espalda.
Tras la conversación, que hice esfuerzos por no oír, empezó la muchacha una transformación allí, ante mis ojos. Se quitó las gafas y se puso lentillas. Se soltó el pelo. Se pinto. Se puso coloretes. Se pinto las uñas. A una educación diferencia, supongo, y llena de estrictos tabúes sexuales les debo una sensualidad siempre alerta que me ha dado momentos de gloria. Lo que se pierden los desinhibidos.
Por otra parte, la edad me ha dado el privilegio de decirle ciertas cosas a las chiquillas. Le alabé el resultado de su obra . Y le recomendé la escena de El sueño eterno en la que la librera se transforma ante los ojos pasmados de Bogart. Me dijo: "Así somos todas, tan presumidas" y me prometió que buscaría la película. Se le notaba que pensaba que todas, todas no eran así y que tampoco buscaría la película, pero no me importó en absoluto
Me importaba más una señora que estaba un asiento por delante, en la otra banda, que desde que se sentó la de los escotes a mi lado no dejaba de mirarme con una sonrisa tan irónica como benevolente. Me recordaba muchísimo a Leonor (que espero que me lea con esa sonrisa).
Cené solo en Madrid.
Y quedaría muy bien no añadir nada más, pero la camarera fue muy simpática y me aconsejó muy bien. Luego entró otro solitario, pero más joven que yo. A ese le llamaba todo el rato "amor" y a mí me llamaba"señor". Reconozco que cumplir años, por una cosa y por otra, me está encantado.
El premio fue muy bien, quitando el horrible darwinismo, tan cruel.
En el tren de vuelta, se me sentó al lado
un tío bastante feo, para compensar, pero que todavía podía ser simpático. De hecho se río
amablemente de una broma que le gasté al entrar. Pero no, protestaba de todo. De
lo mala que es la Renfe, la misma que me llevaba a casa. Llamaba cabronazos
e hijos de puta a los amigos con los que hablaba por teléfono, lo que me quitó todas las ganas de intimar ni de recomendarle películas, ni siquiera de Loach.
Yo quería aprovechar para leer Emma, de Jane Austen, pero, de pronto, empezaron a llorarme los ojos. A llorarme a mares. Como el tío me miraba raro y cada vez menos de reojo, le expliqué que no me había pasado nada grave y que sentía mucho no haber podido dar dos accésits más en el premio Adonáis pero que no me había afectado tanto. Qué tenía los ojos irritados, pero que era un hombre feliz. Me miró raro.
Como no podía leer ni tampoco charlar con el vecino, pensé que me tenía que resignar a revivir una novela: Asesinato en el
Sureño Express. Tenía que matar el tiempo.
Fue un asesinato perfecto. Llegué enseguida a casa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario