Disculpad que no escriba por aquí últimamente. Hay una razón de futuro, pues abriré un blog, más literario, en una revista de próximo reestreno, y voy guardando —cual industriosa hormiga— algún apunte para allá; pero, sobre todo, hay una razón de pasado. Voy repasando la próxima entrega de mi diario, que se titulara Contentamiento de haber nacido. Ya me pasó con las anteriores entregas: no soy capaz de hacer dos cosas ni de estar (como hombre que soy) en dos tiempos a la vez. Cuando estoy repasando viejas entradas, apenas se me ocurren nuevas.
Todo lo agrava el hecho de que esté leyendo a la vez el diario de Peyró. Me acompleja ver el mundo (y la carne) que tiene el suyo, que hasta hay más vino que en mi idario, aunque no más jerez, pero por los pelos. Yo apenas hablo de mis niños. Es un dietario infantil, familiar, a lo Natalia Ginzburg o Marisa Madieri, sin los silencios de Bobin, siquiera. Y no es no me pasaran algunas cosas ni que no oyese conversaciones picantes y rumores morbosos ni no tuviese conversaciones con poetas de postín o encuentros periodísticos y hasta una comida real en el Palacio ídem; pero no me ha salido contarlas. Me entra el pudor que no me provocan mis rutinas familiares.
Pero me entraban las dudas emulativas, y más desde que José Luis García Martín nos ha echado generosamente a pelear:
¿No estaré pecando no ya de provinciano sino de misántropo? Con todo, no escribo esto para que me consoléis y no voy a autorizar ningún comentario misericordioso y mucho menos voy a tuitear esta entrada (aunque estoy deseando pedir disculpas por mis silencios) porque en Twitter no puedo censurar el cariño de los comentarios.
Yo sólo vengo a decir que, aunque hace unas semanas que me debato con estas inquietudes, hoy, releyendo las cosas de mis hijos, me he dicho que qué demonios me importa el mundo (y la carne), que esto es lo que a mí me emociona, y que ningún lector se va a llevar a engaño. Tampoco me saldría hacer otra cosa.
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