No llevo suelto. Le digo al aparcacoches que si está a la vuelta... Sonríe señalando una diminuta y arrastrada caravana: "Voy a estar a la fuerza: ésta es mi casa". Y hay un timbre de orgullo, que no identifico si es por el trabajo bien hecho de vigilar su trozo de parking día y noche o por tener una casa o por el calor de esas palabras "mi casa".
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En el tren, la señora de al lado reza, con las cuentas escondidas debajo de su bolso, el rosario. Pone en práctica lo que digo en este artículo, y se vuelve continuamente a hablarme. Debe de haber sido el rosario más largo de la historia, por las continuas interrupciones. Yo me alegro porque es una demostración palpable de mi tesis. Me fastidia por mis horas de lectura, que me prometía felices. Compruebo otra cosa. Si en vez de un libro, miro el móvil, eso sí lo respeta y se calla.
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Leo en Auden una cita del soneto CX de WS: "Sold cheap what is most dear". Me zarandea.
En Shakespeare es el amor lo más querido y en Auden (New Year Letter) es, lógicamente, el talento literario. ¿En mi caso? Quizá todo. (Ya digo que la cita me zarandea.)
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En la cafetería del tren, Jorge de Arco. Entran unos conocidos del Puerto. Gano ante ellos mucho respeto pues salta a la vista que estoy teniendo una conversación literaria con un vate evidente.
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De Atocha al Prado, bajo la lluvia, con frío, mojándome los pies, esquivando charcos en un eslalon a cámara lenta. Qué bonito es el otoño, a pesar de todo.
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Un hermano pequeño es un tesoro. Puedes llamarle con veinte minutos de antelación, cuando tu comida de trabajo ha sido anulada a última hora, y exigirle que te lleva a comer. Llegar tarde (por culpa de RENFE), comer rápido, charlar atropellado, no rematar ningún tema, irte a mitad del segundo plato porque no te da tiempo, dejarle la mitad del dinero a ojo, pedirle otro favor y aún así irte encantado, feliz.
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En la UFV, aunque voy (¿lo he dicho ya?) tarde, me tomo un café en la cafetería y aunque llueve, me encamino al aula por fuera. Estoy repitiendo a conciencia y paso a paso lo que hice, la última vez que estuve, con Irene Vázquez. Por suerte, hay muchos alumnos que también van bajo la lluvia (fina, a lo madrileño; no esa lluvia provinciana a cántaros de aquí) y no se me nota demasiado el baño de nostalgia.
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La clase.
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Este soneto de mi hermano Jaime, que estará en ese mismo instante tomando su postre solo quizá todavía, o comiendo por por segunda vez, porque tenía otra cita, el pobre, este soneto, digo, de mi hermano Jaime, que recito para explicar una cosa:
EL LIBRO
El tiempo es como un libro que Dios tiene en las
manos.
Lo recita en voz alta,
o baja, lentamente,
y así pasan las hojas de los pobres humanos
que casi apenas oyen la línea del presente.
Allí, toda la historia de Roma y los romanos;
las guerras, y las paces al párrafo siguiente;
allí, las experanzas; allí, los cotidianos
susurros y quehaceres del amor de la gente.
Allí, también, mi vida con sus pequeñas cosas,
y la tuya, con todo tu futuro, tu miedo,
tus sueños entrelíneas como en un
escondrijo...
Y en el centro del libro, con las letras borrosas
de haber pasado el Padre tantas veces el dedo,
la página que cuenta la muerte de Su Hijo.
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Acabo la clase.
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No es mi día de suerte en el tren. Un joven a mi lado que escucha en su móvil a todo trapo marchas procesionales. Como le puede la emoción las silba y lleva el compás con el llavero en la mesilla.
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Añoro a la señora del rosario de la mañana.
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Por cierto, España se estará descristianizando, como reza La constitución cristiana de los Estados, el libro de Miguel Ayuso que voy leyendo, pero no se diría en absoluto por la gente que se me sienta al lado en el tren. ¿Efecto imán?
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De pronto, algo terrible. Llaman a mi compañero de viaje. Le dicen que un amigo ha muerto en un accidente de coche. "Joe, cojones", balbucea, "tanatorio, dónde, cuándo, cómo", pregunta, "me he quedado frío, qué papeleta". Se levanta, se va, no vuelve.
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En Sevilla, trasbordo al "Cercanías". Es molesto el trasbordo, claro, pero qué bien suena el nombre "Cercanías". Para entonarme, en una esquinita, cuando nadie me ve, me pongo este vídeo.
En la estación del Puerto, esperando a su novia (deduje y, luego, comprobé), un joven completamente bizco. Como no soy supersticioso, eso no tiene nada de particular. Lo curioso es que tenía en las orejas, bastante separadas, esos pendientes que no penden sino que son anillas que dejan un gran hueco en el lóbulo. Compensaban la proximidad de los ojos esos dos redondeles negros bien separados. Cierta armonía.
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Al recoger mi coche para ir a casa, ya muy tarde, con mucho frío, miré con solidaridad la pequeña y arrastrada caravana silenciosa.
4 comentarios:
Me ha encantando el post, grande. Te sales.
¡Qué soneto! y ¡ole por Quique Rubinstein! Como para ser no ser optimista---
¡GENIAL!
También a mí me ha gustado, y el pianista va de más a menos, por la parte central.
Un abrazo
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