jueves, 14 de septiembre de 2006

Ataque de humildad

Me llama una lectora de mi blogg [o sea, mi mujer] para preguntarme por qué no he escrito aún mi entrada. Me enternece su preocupación y me regodeo pensando en los celos que deben estar sufriendo las levaduras del vino al ver que ella me dedica unos minutos de su horario en la bodega. La razón de mi silencio es que me entró un ataque agudo de humildad, esa cosa tan rara. Me lo merezco por pasarme el día de ayer hablando del respeto a la verdad. Al final, uno se aplica el cuento y, ¡zas!, se ve. Uno de los síntomas más evidentes del ataque es el amor al anonimato y el preguntarse con qué derecho voy a ocupar vuestro tiempo de lectura. Por eso no había escrito hasta ahora. Otro síntoma es que te entra una admiración general por el prójimo —incluso pienso con ternura y sin reservas en la obra de Vicente Luis Mora. Hasta iría a leer su blog si no fuera porque lo que me obsesiona en estos momentos es conseguir una radiografía de mi calavera para ponerla de salvapantallas del ordenador, tal y como hacían los barrocos en sus cuadros, pero en postmoderno. Y al archivo de “Mis documentos” quiero cambiarle el nombre por el epitafio del cardenal Portocarrero: “Hic iacet pulvis, cinis et nihil”. Pero no preocuparos en escribirme comentarios consoladores: por experiencia sé que la humildad se cura sola. Y enseguida.

6 comentarios:

pies diminutos dijo...

¡Un ataque de humildad!
Qué raro en estos tiempos...

Joaquín dijo...

"La protesta de humildad es la forma más insidiosa de soberbia".

Ángel Ruiz dijo...

Humildad no habría y pereza no parece.
(Me ha salido una aliteración: debe de ser que tu blog produce inspiración poética).

Adaldrida dijo...

Arrasadorrrr!!! Es genial, oye, lo de la calavera es ya lo más. Sigue por ahí, humilde y todo.

Anónimo dijo...

Sinceramente. Yo también, al verte aparecer, me quedé más tranquila. Por tí, por mí; por cómo escribes, por lo que escribes..., tienes todo el derecho del mundo a acaparar mi breve tiempo de lectura.

Anónimo dijo...

¿Y no puede ser que Portocarrero le copiara la frase al Cardenal Antonio Barberini?