El viejo Trueno Distante había cerrado un trato redondo. El rostro pálido aquel, a cambio de unas ridículas pepitas de oro, recogidas como quien no quiere la cosa mientras pescaba truchas en el Río Colorado, le había dado una lámina de magia transparente.
El rostro pálido no era John Wayne, todavía. Pertenecía a la compañía de Francisco de Ulloa, esto es, a la primera expedición europea a Ciguatán; era moreno, bajo, joven, fuerte, oriundo de Ayamonte, gran lector del Amadís de Gaula y algo poeta. De hecho, para convencer al indio de las ventajas del canje, le había estado explicando con señas prolijas que, si se llevaba el espejo, le regalaba el mundo. El mundo entero se reflejaba allí, y el español le mostraba cómo la pradera y los soñolientos rebaños de bisontes entraban, como por arte de birlibirloque, en el recuadro que sostenía en la mano. Todo lo reflejado, insistía, se irisaba, además, de no sé qué y de misterio. Trueno Distante escuchaba como quien oye llover: no entendía una palabra de esos sonidos ceceantes. Quizá los compañeros de Fernando Vélez, que así se llamaba el rostro (relativamente) pálido, tampoco le habrían entendido la argumentación lírico-comercial. Y no sólo por su tendencia a expresarse en octavas más o menos reales, sino sobre todo por la sutileza del razonamiento.
El mismo Vélez, que era poeta, pero no tonto, quedó perplejo cuando el indio, de golpe, aceptó el trato. Pensó que por fin había encontrado un público receptivo y lamentó que Trueno Distante no entendiese el cristiano para recitarle un soneto suyo o cinco. De todas maneras, dio por sentado que se llegó a un acuerdo gracias a la eficacia de su retórica. Siempre contó que aquel fue el primer oro que ganó con las letras. (También fue el último.)
La realidad, como suele, era bien distinta. En un momento de su larga conversación en lenguas mutuamente ininteligibles, Trueno Distante atisbó su propio rostro en el espejo, pero él allí vio a su difunto, a su querido, a su añorado padre, exactamente igual a cuando era un experimentado jefe indio, aunque con unos ojos que ahora brillaban encendidos por una ilusión. Aquel objeto era una ventana al más allá, pensó, y cerró el trato lo más rápido que pudo. Se fue con su espejo, mirándose entusiasmado o mirándole ensimismado, según se mire.
La admiración de Trueno Distante por su padre no había dejado de crecer con los años. Añoraba mucho sus sabios consejos ahora que era él el jefe de la tribu, y a menudo rememoraba las reservas que el viejo Rayo Que No Cesa había mostrado a su matrimonio con Flauta Fina, aunque el jefe entendió —hombre de mundo al fin— los motivos del hijo: aquellos encantos que entonces saltaban a la vista.
Con el tiempo la delicada Flauta había ido perdiendo los evidentes encantos a la vez que se ganaba en la aldea el sobrenombre de Caña Cascante. No desperdiciaba ocasión de hacer caer sobre su marido su verbo rápido. El sufrido Trueno Distante estaba cada día más taciturno, pues reconocía la superioridad dialéctica, entre otras, de su señora.
Ni siquiera se atrevió a contarle el fabuloso negocio que acaba de rematar. Ella encontraría una forma simple y a la vez contundente de dejarle en ridículo. Capaz era, incluso, de echarle en cara que esa historia era un reflejo de un lejano cuento zen. En verdad la historia era muy distinta, pero, por si acaso, él escondió su espejito en su carcaj, junto al tabaco, y sólo le comentó la curiosa llegada en tres canoas inmensas de unos hombres tirando a pálidos y a peludos. Le dio un collar de cuentas de vidrio que le había comprado, eso sí, porque en el fondo la seguía queriendo mucho.
El humor de Trueno Distante mejoró una barbaridad gracias a la presencia a placer de su padre. A cada rato se iba a una esquina y le echaba un vistazo al viejo y ambos celebraban, sonrientes, el reencuentro. O se reían de las cosas de Caña, recordando las prevenciones paternas, que no fueron lo suficientemente firmes, tal vez.
Como es natural, la sagaz Caña Cascadora estaba mosca. A las primeras de cambio, cogió las vueltas a su marido y registró el misterioso carcaj en busca de la lámina de hielo que, por lo visto, tanto le gustaba. Al ver el espejo, Caña silbó. Se llevó una inmensa sorpresa, que la llenó de ternura hacia su marido. A partir de ahora sería para él la mejor mujer de la pradera. Se ganaría a pulso el sobrenombre de Flauta Dulce. Con qué emoción contempló ella que el vivo retrato de su madre, o sea, de la suegra de Trueno Distante, era lo que tanto le emocionaba y consolaba. “Quién hubiera imaginado —se dijo— que Trueno Distante amase tanto a mi vieja madre añorada”.
4 comentarios:
Me recuerda el cuento que "no hay mala palabra si no es a mal tenida" (Arcipreste de Hita). El Espejo y lo que refleja pueden efectivamente interpretarse de muy diversos modos.
Jilguero
Copirightealo inmediatamente. Muy bueno.
Me recuerda tantas cosas.
Poeta de Ayamonte, descripción personal perfecta, y "heredada", F. y Velez.
Y sobre todo, lo que me ha puesto los pelos de punta, la transformación de Caña Cascante a Flauta Dulce.
¡Me traen tantos recuerdos!
Es un texto con ternura, humor y un centro (el espejo). Enhorabuena.
Publicar un comentario