martes, 10 de septiembre de 2013

Desconsoladamente


Pasé junto a una chica que lloraba sentada en la acera. Las piernas —larguísimas— las tenía hechas un garabato, como dice Antonio Machado de la cigüeña. Pero me fijé en los ojos, amoratados, vidriosos, acuosos, como dos peceras verdes. Una amiga le cogía la mano y la mirada de abajo arriba, como consoladoramente. Pero yo no tengo remedio, estoy echado a perder y, en vez de en el poema de d'Ors, pensé de inmediato, automáticamente, en advertir a mis hijos para la adolescencia que llorar, llorar, se llora en casa. Nada de aceras. En casa. 


4 comentarios:

Sergio Fernández Salvador dijo...

Ya, sí, claro,
¿pero quién se lo explica al corazón?

robot dijo...

La adolescencia peca de excesos, para lo bueno y para lo malo; y es ese afán de protagonismo e inmortalidad, de ser grabado en el momento del dolor por una cámara imaginaria, de quedar perpetuamente grabados en la retina de todos los ojos que miran en el momento de pasar por su lado, como una princesa de visita oficial, el que nos hace, a aquellas edades que nos quedan tan lejanas, perder la compostura, mirado desde esta edad que ya nos consume. Pero en su momento todos lo hicimos, y caer en la crítica sería confirmar las teorías, que también las hay, sobre lo terríblemente intransigentes que nos volvemos con la edad. En definitiva somos el mismo perro con el mismo collar, un poco más ajado. Dejemos que se equivoquen.

AFD dijo...

Que no lloren en la acera, Enrique, yo te apoyo. Pero en la playa no está tan mal. Qué buen poema, el de d'Ors.

Anónimo dijo...

¿Hay que venir llorado de casa? Que la gente llore donde le plazca, hombre, que con eso no hace daño a nadie. Ni a sí mismo, a no ser que se trate de aquello que decía alguien de "esas ganas de llorar que no se te pasan llorando". Pero en fin, la mayor parte de las veces, por fortuna, no es así, y alivia.