Hace unos días encontré en mi agenda esta misteriosa anotación: “A partir de ahora, por fin puedo hablar de L.” A bote pronto, L. es Leonor, mi mujer, pero el aviso no tenía sentido porque no hago otra cosa que hablar de ella. Teniendo en cuenta que a uno le encanta hablar incluso de otros temas, saber que disponía de uno y con su aura de intriga y no recordar cuál era, me inquietaba.
La alegría de recordarlo —tras un considerable esfuerzo— fue una decepción. El tal L. —caí— había tenido un minúsculo desencuentro literario conmigo. Hasta ahí, normal. Pero luego me informaron de que en la revista que dirige tachó mi nombre de un artículo. Como para variar yo era inocente y el otro se había portado raro, rencoroso y, de remate, ridículo, me entraron unas ganas enormes de contarlo todo con pelos y señales.
Sucedía, sin embargo, que mi fuente de información me pidió que esperara dos meses: el tiempo suficiente, supuse, para cobrar el salario por el artículo censurado. Me pareció justo y apunté el plazo en la agenda.
Eso fue en su momento. Nada más que sesenta días después se me había olvidado hasta el nombre del protagonista, y de mi rabia no quedaba ni sombra. Sic transit ira mundi. Sin los dos meses de reposo yo habría entrado como un hipopótamo en una cacharrería. Sin embargo, fíjense ahora qué serenidad, que parezco Epicteto, hasta con enseñanza moral y todo.
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11 comentarios:
Digo que supuse que el plazo era para cobrar la colaboración, pero ya con el artículo escrito me informan de que no fue ese el motivo, sino simplemente un poco de prudencia. O sea, mucha sabiduría.
Doy fe de que te han venido muy bien los dos meses de "reposo" y me alegra que se haya quedado todo en este artículo donde la ira no aparece sino para dar fe de que no aparece ya por ninguna parte.
Dicen que hay que contar hasta diez antes de hacer algo; en este caso contaron por ti, y te hicieron un favor. Tu reacción indica que no pecas de rencor. Otros (me temo que yo) habrían aprovechado el plazo para enfriar la venganza y hacerla más certera.
Dice el refrán que no hay mal que por bien no venga. Así que, de aquel disgusto, esta sabia enseñanza. Qué necesarios la mesura y el sosiego en estos tiempos que corren (y más cuando se tiene un blog a mano...). Un abrazo, Enrique.
¡Qué prodigio de mesura! Qué cosas, Enrique, después de aquella travesía fallida, hoy, casualmente, somos vecinos de periódico. Echa la vista cuatro páginas atrás.
Qué cosas, B. Estaba leyendo tu estupendo reportaje cuando me llegó tu comentario. Iba por los 15 años necesarios para conducir un ciclomotor, los 13 para las relaciones sexuales. Muy interesante.
Buena receta para el perdón. Lástima que por perdonarlo no sepamos el nombre del censor para escarnecerlo un pelín y que escarmiente.
Lo siento, esta vez dejo a un lado los parabienes por tu mesura, tu prudencia, tu reacción ante tamaña felonía y voy directamente al turrón.
El reverso tenebroso de mi lado más cotilla te dice: Cuenta, cuenta, no nos dejes con la intriga hombre.
Yo también tendría curiosidad, Manupé, y como Cotta pensaría que sería bueno saber el nombre de L. En realidad, confieso que no es sólo virtud mi frialdad, querido Ridao, sino también estrategia. A los que les conté la historia con pelos y señales (véanse AnaCó y Batiscafo, que saben de lo y del que hablo) les aburrí bastante. Son pelitos y señalitas que no tienen importancia más que para el interesado, para el tachado. En cualquier caso, muchas gracias por el interés.
Genial. Francamente genial. Cuánto me queda por aprender...
Pues sí, nos ahorraríamos unos cuantos berrinches, así interesantes ellos.
J. González Ribera
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