sábado, 26 de abril de 2008

Príncipe y mendigo

Cortos y perezosos, fuimos a entregar un paquete a una gran señora. El portón de la casa impresionaba, pesaba como una lápida. Al fondo de los altos pasillos, en una sala en penumbra, nos atendió, contenta de recibir un regalo de su vieja (con perdón) amiga, la abuela de mi mujer. Teníamos otras cosas que hacer y empezamos a despedirnos, pero ella dijo: “Quedaos un ratito… Tomad algo”. Nos excusamos, insistió, y fue entonces cuando me di cuenta de que nos lo estaba rogando, literalmente, con un punto de angustia. Nos lo rogaba, recuerden, la gran señora, a nosotros, humilde matrimonio de clase media.

El tono que percibí en su voz se me quedó dentro; y me pasé toda la tarde descubriendo que, donde menos se espera, salta una súplica. Cuando aparqué, el guardacoches me exigió la voluntad con ese tono amenazante, a medias displicente, con que disimulan (muy bien) su desamparo. Comentaba José María Pemán que, antes que estas exigencias laicas, de tan torvas miradas, él prefería que la limosna se la pidieran por caridad y la agradeciesen con un “Dios se lo pague”. Por eso, cuando luego, a la puerta de una iglesia, vi a una mendiga clásica, que no levantaba los ojos del suelo, le di enseguida el doble que al aparcacoches.

No sólo ni sobre todo es dinero lo que la gente pide sin pausa. Hay quien necesita, tras una ventanilla, un “por favor”, o una sonrisa amable a pesar del trato. Otros, un efervescente saludo desde la acera de enfrente. En casos especiales, conviene cruzar la calle y tomarse, incluso, un café. Uno pierde mucho tiempo; y los nervios, con tanta cafeína, se te ponen a flor de piel, pero resulta asombroso cuánto lo agradecen. Mi sensación esa tarde era la de caminar por mi pueblo como un príncipe oriental, arrojando monedas, saludos, bendiciones...

La sensación resultaba tan deslumbrante que ni tan siquiera me la oscureció la certeza de que uno era el primer mendigo: el que necesitaba que los demás necesitasen de su cariño, el que recibía más al dar limosna, el mayor beneficiario de sus minúsculas caridades. De hecho, esta certeza paradójica me hacía sentirme aún mejor: yo era un príncipe, sí, y en la mejor sociedad, entre otros príncipes. Y era, a la vez, un mendigo, sí, también, pero con qué benefactores espléndidos. Dios se lo pague.

13 comentarios:

Mery dijo...

La tuya de hoy es una reflexión redonda, completa, porque de alguna manera todos hemos vislumbrado esa sensación y quizá no nos hayamos detenido a profundizar en ella.
Príncipes y Mendigos alternos, sin duda.
Feliz sábado.

Corina Dávalos dijo...

Este artículo tuyo brilla como un auténtico lucero del Alba. ¡Enhorabuena!

Anónimo dijo...

Si de alguna manera nos esforzásemos en avanzar en lo posible hacia la justicia social, aunque las carencias continuasen las actitudes cambiarían, en algo se suavizarían las soberbias de mendigos y príncipes.


El pordiosero

Anónimo dijo...

Pues yo también me hago muchas veces esa misma reflexión. A veces damos,nos entregamos,pero en el fondo hay un poco de egoismo, porque realmente los verdaderos necesitados, si somos honrados con nosotros mismos...somos nosotros.
Bonita reflexión para empezar el fin de semana.

Ecazes dijo...

Que belleza de escrito.
Dios se lo pague

Jacinto Molero dijo...

Qué bonita reflexión amigo Enrique. Gracias por ofrecérnosla.

Adaldrida dijo...

la amistad es algo que siempre mendigaremos, y aunque me quede muy cursi, la luz que transmiten algunas personas.
Yo siempre he pensado que hay personas (y ahora no hablo de ti) que son luz para los demás pero no para ellos mismos: poetas que siempre hablan de soledad, de tristeza, de rutina, de monotonía... pero luego lees el poema y es un himno que te alegra la tarde.

Daniel Cotta dijo...

Acabo de estrenarme como lector de tu bitácora y me encanta asistir a una reflexión tan sutil. Me recuerda a un descreído amigo mío que, ante mis porfiados e ingenuos ataques proselitistas, me dijo: "Yo no quiero ser el conejillo de indias de tu generosidad".

Feliz fin de semana de parte de tu co-lector de poesía.

Juan Ignacio dijo...

Qué genial.

Jesús Beades dijo...

Qué fuste tiene la anécdota de Daniel Cotta. ¿Eres el hermano de Jesús Cotta que conocí en Casa del Libro, entusiasta y genial? Un abrazo, si es así, y si no, también.

Enrique, chestertoniano vienes. Gran artículo.

Daniel Cotta dijo...

Sí, soy su hermano. Gracias por el abrazo incondicional, Jesús.

Otro abrazo.

Ignacio dijo...

Lo que son las cosas: vengo de leer una cosa infame del niño Prada sobre que los malos progres quieren echar a los curas del hospital para así poder apiolar (apiolar, dice, no me lo invento) viejos, un delirio paranoide, enfermizo y rebosante de mala baba puritana, publicado en el moderantísimo ABC. Y en cambio en esta Alba que tira más a panfletaria y exaltada salen tus excelentes, pacíficas y compartibles colaboraciones. Podían intercambiaros ;-)

E. G-Máiquez dijo...

Dios te lo pague, Ignacio.