martes, 1 de septiembre de 2009

Contar esta historia

Cuando el gran rabino Shem-Tov creía que se avecinaba una desgracia para su pueblo, se retiraba a meditar en un lugar del bosque. Allí encendía un fuego, recitaba una plegaria y se cumplía el milagro de que la desgracia quedara conjurada. Años más tarde, cuando le tocó a su discípulo implorar al cielo por la misma razón, acudía a aquel mismo lugar del bosque y decía: "Señor, escúchame. No sé como encender el fuego, pero todavía soy capaz de recitar la plegaria". Y el milagro volvía a cumplirse. Más adelante, y también con el objeto de salvar a su pueblo, otro rabino se encaminó al bosque para decir: "No sé cómo encender el fuego, no conozco la plegaria,pero puedo colocarme en el lugar preciso". Y eso fue suficiente. Finalmente, cuando lo
llegó el turno a un rabino posterior, éste sentado en un sillón, habló así a Dios: "Soy incapaz de encender el fuego, no conozco la plegaria, ni siquiera puedo encontrar el lugar en el bosque. Todo lo que sé hacer es contar esta historia". Y aquello bastaba. Dios creó al hombre porque le gustan las historias.
Contada por Javier Rodríguez Marcos en el prólogo de la antología de Roberto Juarroz [El País, 2009], a quien le gustaba especialmente este relato jasídico. A mí también me gusta muchísimo, pero permitidme notar que en realidad lo que bastan son tres cosas: la historia, sí, pero también que el rabino del sillón sigue hablando con el Señor y sigue preocupándose de conjurar la desgracia de su pueblo. Todo se resume en dos: Dios y el prójimo, y de propina la maravillosa narración. No me extraña que fuera suficiente.

3 comentarios:

ACdR dijo...

Qué formidable historia, Enrique, gracias por compartirla. Valor y al madrugón...

Juan Antonio González Romano dijo...

Jorge Bucay cuenta la misma historia (ay) en sus Cuentos para pensar, con muchos más adornos, claro. Tu reflexión final, muy certera. Algún día te contaré una anécdota muy personal que tiene como protagonista esta historia. Un abrazo; con septiembre, he vuelto.

Anónimo dijo...

¡Ay, Bucay!