lunes, 30 de abril de 2012

Una conversación al margen


El ceremonioso alcaide de la fortaleza-prisión, don Antonio de Figueroa y de Vilallonga, fue muy serio a hablar con él, aprovechando una tediosa descripción de la campiña primaveral durante una puesta de sol lentísima, que teñía las nubes de un púrpura incandescente. Juan Martínez recibió la reprimenda con una inalterable sonrisa en los labios. Lo malo es que el ceremonioso alcaide le afeaba precisamente esa sonrisa inalterable o, mejor dicho, alterada: cada vez más amplia.
—Así, muchacho, no podemos seguir —le reconvenía don Antonio— estamos dentro de un novelón decimonónico, entiéndelo, y aquí pasan muchas cosas muy gordas y, en concreto, tu papel, siento decírtelo con crudeza, es de los menos lucidos de todo el libro. Tendrías que tener cara de angustia y de terrible humillación. Ten en cuenta que eres el preceptor privado de la bella marquesita de Luja y que te has enamorado perdidamente de ella y que, aunque en un principio fascinada por tus lecciones de sintaxis latina y la suavidad de tus maneras, parecía que te daba esperanzas, enseguida entró en razones (las razones, en concreto de sus padres, los duques de Montoro) y se comprometió con el hijo del barón de Tacochuelo. Pero, buen hombre, ¿me estás escuchando? ¿Por qué sigues riéndote entonces, como si nada?
—Me río, ilustrísimo don Antonio, como si todo, en realidad.
Doña Margarita de Sandoval, marquesa de Luja, abrió sus húmedos labios carnosos y con un temible destello azul en la mirada, terció:
—La idea es que los hombres caigan rendidos a mi paso, Juan. Pero tú me ves, me miras a placer, y, a pesar de mis ásperos desdenes, enseguida te pones a sonreír. ¿Dónde está, dónde, oh, dónde el desgarro que ha de producirte mi belleza cegadora? Así me desconcentras y además rompes la virulencia del contagio mimético, que es esencial para la buena marcha del argumento de la novela (además de para mi autoestima, dicho sea entre paréntesis y con perdón por el anacronismo). Si no todos me desean desesperadamente, qué se hace, qué, de la espiral de lujuria y ambiciones que se supone que debe provocar mi paso por las páginas de la novela.
Juan se disculpó con una perfecta reverencia y, todo hay que decirlo, con una franca sonrisa.
—Yo te deseo, faltaría más, y cómo, y bien lo sabes —dijo casi riéndose. Y luego explicó que nunca jamás dudó de la belleza de doña Margarita, que, además de estar fuera de su alcance, estaba sobre todo fuera de toda duda. Pero que su manera de homenajearla era alegrarse mucho de verla, y celebrarlo. ¿Eso les parecía poco?
—No es cuestión de lo que nos parezca a nosotros —dio una patada en el suelo don Antonio, iracundo—, sino de la novela y de nuestra dignidad de personajes. Uno no puede ir sonriendo como si fuese un monigote de P. G. Wodehouse, ¿o es que no lo entiendes?
—Su excelencia y yo somos mejores que los personajes del gran P. G. Wodehouse, dicho con todo respeto y admiración por Jeeves y Bertie y el resto de la alegre pandilla de frívolos ejemplares, que tanto han influido, lo confieso, en mi disposición anímica.
El hijo del barón de Tacochuelo —continúo don Antonio, indiferente al desmesurado elogio y a la valoración crítica de las obras de Wodehouse y celoso celador de la ley y el orden y las buenas costumbres—, el hijo del barón de Tacochuelo —repitió recreándose en la sonoridad del título nobiliario—  anda con la mosca detrás de la oreja, y de tanto ver tu sonrisa se piensa que aquí hay gato encerrado y se pregunta si no estará en un folletín de kiosko con el orden social todo patas arriba y donde el plebeyo, o sea, tú, Juan, va a pegársela a él, un Sicre de toda la vida. Me consta que ha pedido audiencia al autor para que le asegure que estamos en una obra literaria de primera categoría y que su honor quedará intacto o, mejor, saldrá fortalecido.
El duque de Montoro, que apareció por allí al pasar una página, dejó claro que él siempre había estado muy en contra de los preceptores de latín y que con saber coser y cantar una dama ya tenía hecha su carrera. Eso luego lo tacharía la censura del ministerio de Igualdad, así que al amable lector contemporáneo le sorprenderá encontrárselo aquí. La duquesa de Montoro, que ya estaba de vuelta de muchas cosas, reconoció, en cambio, que esa abierta sonrisa de aquel personaje secundario tan mono era muy animante y que a ella le causaba una excelente impresión. Es verdad —añadió— que desentonaba bastante con el ambiente general de la novela, pero por experiencia sabía ella que en la vida, y no miraba a nadie —recalcó mirando al mismísimo Montoro—, conviene a menudo hacer la vista gorda.
Juan, alentado por la inesperada defensa de la imponente señora duquesa de Montoro, sonrió aún más, si cupo. El duque de Montoro resopló y embistió con los ojos a su señora.
Algo estaba fuera de cuestión y es que así no podía continuarse con la historia, que era muy dramática y no tenía sitio para el humor ni, mucho más menos, para la alegría, en el fondo mucho más escandalosa aún. Así que el duque, el alcaide y el hijo del barón de Tacochuelo insistieron en pedir explicaciones a Juan Martínez. Por una vez, los personajes principales se pusieron de acuerdo en algo y fue en guardar un minuto de silencio para dar una oportunidad a Juan de explicar esa sonrisa suya tan ofensiva como persistente como incomprensible:
—Yo me río siempre porque sé que la novela será estupenda y, en consecuencia, todo lo que nos pasa es para bien. Me consta que el autor nos tiene mucho cariño a todos, incluyendo por supuesto a su Excelencia el Duque de Montoro, que resopla de esa manera. Si no, no perdería su tiempo en escribir estos nuestros absurdos diálogos y enredadas peripecias ni se preocuparía por el color de los ojos de Marga a la luz del crepúsculo, tan encantadores vistos a pie de obra, pero que a él, que los podría encontrar iguales en su mundo, si no mejores, dicho sea con perdón, habrían de importarles muy poco si no nos amase. Él nos ama, eso está claro. Y buscará siempre el mejor destino para cada uno de nosotros. Puede ser, es cierto, que la suerte de un personaje, en concreto la mía, para no ir más lejos ni señalar a nadie, no pueda ser maravillosa y que, por decirlo pronto, no acabe comiendo perdices con Marga. Bueno. Será un sacrificio necesario para que la obra perviva y sea alabada y leída por generaciones y generaciones de hombres. Pienso, cuando me flaquea el ánimo, en aquellas lectoras jóvenes que acabarán prendadas del pobre profesor y que opinarán que Margarita, dicho sea de nuevo con perdón, hizo el bobo prefiriendo al rico heredero, al que yo, por mi parte, le deseo lo mejor, que conste. ¿No será bonito —me pregunto y me río— vivir así en los sueños de tantas adolescentes de épocas menos prejuiciosas y vaqueros ceñidos? No puedo ver mi suerte tan mala como aparece textualmente en la novela. Mis quejas serían ofensivas además para todos aquellos personajes que se le ocurren un día a un escritor cualquiera y por pereza o por falta de talento no plasma nunca en el papel o plasma mal… Esos sí entendería yo que no estuviesen para muchas risas ni para nada, pero yo, que soy, que llego a la casa de mis señores los Duques y que llamo a la campana y bebo en la cocina un vaso de agua clara bajo la mirada apreciativa de la doncella y que una vez rocé la mano de Margarita, mientras le enseñaba el rosa-rosae, que sentí cómo se estremecía involuntaria pero no imperceptiblemente, no sé si por mi mano o por las suaves declinaciones latinas, aunque conociendo las inclinaciones de Marga, tan poco dada a los estudios nobles, abrigué en las largas noches de invierno insensatas esperanzas de estrecharla en mis brazos  y eso me dio, me da y me dará para muchos noches de insomnio e ilusión. Y qué si más tarde me decepciono, si  me debato como un hombre en el mar proceloso de la desesperación y salgo victorioso y me enrolo en la legión extranjera y [contine spoilers] vuelvo al cabo de veinte años hecho un atractivo todavía aunque taciturno general de ultramar y todo eso, ¿cómo no voy a reírme? Podéis, don Antonio, llevarme a prisión incluso, pero desde la más oscura de sus mazmorras escucharíais mi risa y mis acciones de gracias al autor…
Magarita, marquesita de Luja, apenas pudo reprimir entonces un suspiro de asentimiento y quizá de algo más, que no sabía si sería muy conveniente ni en sociedad ni para la buena marcha de la novela, novela que cada vez, pensó, sorprendida, le importaba sinceramente menos…

6 comentarios:

Ángel Ruiz dijo...

Jo, qué bueno.
Y el gremio de profesores de latín (y los de griego, que también lo padecemos) te debería hacer un monumento, de tan baqueteados que estamos en la literatura española desde el dómine Cabra (que Dios confunda).

Ignacio Trujillo dijo...

Cuidado con dejar hablar tanto a ese tutor, creo que finalmente la bella y delicada marquesita se va a enamorar y sin tener en cuenta la trama va a escapar con él en una noche de tormenta. La duquesa de Montoro se desmayará sobré un canapé de seda (sobre todo porque no tiene claro cuánto tiempo será correcto esperar hasta volver al próximo baile, ni qué ponerse en estos casos) y el Duque furibundo tronará como buen duque engañado y el marquesito de Tacochuelo le acompañará en una persecución implacable. Pero será tarde. El párroco de la pequeña iglesia de la primera aldea del camino, un anciano santo y bondadoso, los habrá casado. ¡Ay, que no escuche más al sonriente joven, pues en el siguiente capítulo se verá a la hermosa marquesita repudiada por sus padres, barriendo la casa rodeada de niños mocosos y sin apenas un guiso de col que llevarse a la boca, mientras Juan llega ebrio de la taberna desesperado porque no logra que le publiquen su novela. Ah, perdón, que eso sería en una novela realista y esto es un drama romántico. ¡Pero entonces peor! pobre Margarita, tan buena y delicada, recostada en un diván atacada por la tisis, mientras sus padres arrepentidos, avisados por su fiel criada, se dirigen en un coche blasonado de seis caballos al galope, para verla morir poco después entre sus amantes brazos, aunque conservando, espíritu purísimo, una delicada belleza alabastrina el perfil de su cadáver, (mientras suena el Nocturno en si bemol menor Op 9 Nº 1 de Chopin), dejando un marido desolado y una familia destrozada. Que no, que no, que se deje de pamplinas y no escuche más al sonriente maestro de lenguas muertas (que, obviamente, sabe latín) y que se centre en la trama.

Ángel Ruiz dijo...

Joé, qué buen comentario de Ignacio.

Jesús Sanz Rioja dijo...

¡Imprevisible Máiquez! Monterroso debe de haberse derretido de gusto y de envidia, allí donde pene o goce.

Corina Dávalos dijo...

¡Novedad!:o Estupendo.

María dijo...

Qué buena noticia! Vas a escribir novela?