domingo, 14 de marzo de 2010

El rompehoras de las Españas

El día va a ser tan largo que empezó anoche y acabará mañana. Eso fue lo que pensé cuando a las 6:15 abrí un ojo y vi los dos de Leonor mirándome fijamente. Dijo: “Dentro de cinco minutos sonará el despertador” “Ya para qué, eh”, repliqué, poniéndome de pie. El día, en realidad, había empezado anoche, cuando ella clamaba al cielo con un puño cerrado: “Menos mal que no voy, menos mal que no voy”. Se estaba enterando de todos los planes que había hecho para mis horas en Madrid (viaje de ida y vuelta en el día) y pensaba que aquello era imposible y, por tanto, que no podía ser. Su alegría por no venir era muy curiosa: se parecía bastante al enfado. Me hizo llamar para tratar de cancelar alguna cita. Sin éxito, afortunadamente.

A las 6: 30, mientras me desayunaba un plátano y un café (1º) y luego otro (2º), mandé mi artículo al Diario, y dejé en el blogg un exagerado montón de enlaces, por si perdía el tren de vuelta y tardaba en volver no dejaros con Franco frente a frente.

A las 7: 30 estaba en carretera y a las 8:10 en autopista (de peaje). A las 9:00 en punto llegaba a Santa Justa, ante el asombro de Abel Feu por mi puntualidad. Aparqué junto a su coche y pasamos rápidamente de su maletero al mío unas cajas con el nuevo libro de d'Ors: Más virutas de taller. Parecíamos contrabandistas. Luego entramos a tomar un café (3º) a la estación. Aunque iba a pasar un día, yo llevaba dos maletas: un maletín grande, con libros, papeles, revistas, el ordenador y dos insólitos sándwiches que me había preparado Leonor con ese instinto maternal que se le dispara por días; y un maletón chico que llevaba vacío para llenarlo en casa de mi suegra con la ropa que le está comprando a Carmencita, con un instinto de abuela que se le dispara por días. Abel no dijo nada, pero yo me acordé de las veces que nos ha contado aquel viaje a un congreso de poetas en Granada que hizo con X y como éste apareció con un boli y un cuaderno. Abel pensó: “Quillo, ¿y la maleta?”, y no había maleta. Ahora estaría pensando: “Ni tanto ni tan calvo, tú, que vuelves esta noche”.

En el AVE me tocó al lado de un señor recortadito con la barba recortadita que se estaba estudiando El País. Fui a por un café (4º). En la cafetería leí El País (¿reflejo mimético?) y a la vuelta allí seguía, como un muñeco de cera, casi inmóvil, leyendo El País. En un momento dado, me llamó mi amigo Antonio Romero-Haupold, y yo, muy ufano, nada recortadito, más bien desparramado por los bordes, le dije: “Me pillas en el AVE: voy [tatatachán] a Madrid a dar una conferencia”. Y miré con el rabillo del ojo a mi acompañante, para estudiar la impresión causada. No mucha. A los cinco minutos (o menos) le llama un tal Jerónimo, al que cuenta que viene de Jerez de dar una conferencia y le pregunta si va a ir a la de esta tarde en Madrid. Jerónimo asiente, por supuesto, y entonces mi vecino de asiento le informa con toda la naturalidad del mundo: “Pues te harán falta entradas. Hay un aforo de 650 personas y me han dicho que habrá lleno. A mí todavía me queda alguna”. Qué poco dura la vanidad en la casa del pobre. Él, ricamente, dobló entonces con mucho cuidado El País y, justo cuando me debatía entre pulsiones cainitas, sacó Caín de Saramago.

En Atocha, a las 12:20 en punto me esperaba José Cereijo. Me hizo una ilusión grande llegar a Madrid y tener a un amigo entre ese grupo de gente que siempre espera a los viajeros. No se conocen de nada, pero están juntitos, apiñados, como si el cariño, que no es mutuo, sino a los que vienen, hiciese, en cualquier caso, su trabajo, y les uniera. Me dio calorcito ver entre ellos a mi viejo amigo, uno de los más antiguos que tengo de la poesía. En la misma estación nos tomamos un café (5º). Hablamos de Borges, de Panero, de Trapiello, de Lostalé, de Urcelay, de San Juan de la Cruz, de d’Ors, de Eloy Sánchez Rosillo, de Leopardi, de Carlos Javier Morales, de García Martín, de Antonio Moreno y, sobre todo, de la Musa y del barón de Münchhausen. Lo asombroso es que sólo estuvimos media hora y que diese para tanto y tan hondo y tan tranquilos.

Me monté en un taxi y fui a casa de mi suegra, a rellenar la maleta con ropa para Carmencita. No ha nacido, y ya es una fashion victim. Se habla mucho últimamente por teléfono en mi entorno sobre faldones, capotas, encajes, lazos y zapatitos, y ya tiene un un fondo de armario profundísimo. La ropa que mi suegra le ha comprado y que va de los dos meses a los dos años, de trajes de fiesta a abrigos de pre-esquí, no cupo en la maleta, de modo que hubo que habilitar una bolsa más.

Con los nuevos bultos, bajé a la esquina de Ferraz con Marqués de Quintana, donde me recogió Kiko Méndez-Monasterio. Educadísimo, le pareció lo más natural del mundo que uno vaya a Madrid a pasar el día con tres bultos inmensos; e hizo sitio, con esfuerzo, en el maletero de su coche. La casa de Kiko es luminosa y pasé en ella unas horas espléndidas. Me hizo bien al cuerpo y al alma. Centrémonos en el alma (no sin antes alabar la comida). La gente me ha metido mucho miedo con el follón de la paternidad y, sin embargo, allí, con dos niñas pequeñas y que según los padres se estaban portando fatal, se respiraba una paz deliciosa, casi cartujana. A Leonor le habría encantado estar allí. En la sobremesa, renuncié a otro café (no quería acabar dando saltos en el aula de la conferencia), y abrí mi correo para asegurarme de la hora exacta del evento. Entonces vi que Ignacio Peyró había reseñado Lo que ha llovido. Me pareció poco conveniente decir: “Amigos, interrumpamos cinco minutos esta apacible tertulia, que voy a leer(me)le ”, y me quedé con la ilusión y a la expectativa.

En la UFV me recibieron con los brazos abiertos, como siempre. Hablaba de poesía, como siempre, pero ante un público más juvenil, no el del Master de Humanidades, sino el de un curso que tienen de liderazgo para universitarios, patrocinado por el Banco de Santander (¡gracias!, que no todo va a ser la Fórmula 1). Lo había pasado tan bien en casa de los M-M y los muchachos estaban tan divertidos con su fin de semana cultural que una cosa contagió a la otra, y la conferencia salió más risueña de lo que pide la poesía, que es alada y graciosa, pero no desternillante. Aunque bien está lo que bien acaba: les había dado el soneto 76 de Shakespeare y cinco traducciones distintas, para que eligiesen la mejor. Se trataba de afilar su sentido crítico. Una chica levantó la mano, ufana: “Ya sé cuál es la mejor”. “Bien, ¿cuál?”. “El soneto 76”. Como todos eran el soneto 76 pensé por un instante que se estaba quedando conmigo. No. La equivocación tenía su motivo: una vez detectado el mejor, había leído atropelladamente el título; pero con explicación y todo fue un momento de jolgorio perfecto. Yo me senti muy solidario pues hasta entonces creí que esas cosas sólo me pasaban a mí y, por otra parte, puso un broche festivo a la conferencia. A Shakespeare me pega que le habría hecho mucha gracia. Está en la línea de su humor.

Con el taxista que me llevaba a Atocha, sin embargo, perdí una oportunidad de oro. Hablamos de Delibes. Una muerte como la suya, con la obra cumplida, la familia alrededor, el aprecio de todos, no es un drama, le dije. Un escritor casi no se muere. Y él, que cogió la idea y le pareció bien, añadió: “Así es. A un tuercebotas [sic] como yo, en cambio, cuando muere se le olvida, no queda nada”. Parecía el epitafio de Portocarrero. Yo, entonces, tendría que haberle explicado que “la muerte no interrumpe nada” y hablarle de Dios y de la vida eterna, porque lo tenía a huevo, y de la grandeza que todos tenemos y tendremos a sus ojos. Pero a esas alturas del día estaba muy cansado y me impresionó verme tan bien entendido por el taxista y esa palabra, sobre todo, “tuercebotas”. Me quedé pasmado.

En el AVE de vuelta iba en preferente, para que cenase allí (¡gracias, UFV!), aunque lo de menos fue la cena. Qué diversión de vagón, mejor que la televisión. Detrás de mí se sentó una folclórica famosa (por el porte lo digo, porque yo no la conocía) y su hija. A ellas sus billetes se los había pagado, precisamente, la televisión, y protestaban porque le habían sacado asientos diferentes. Por lo visto, en RTVE cada vez hacen peor las cosas. La hija le preguntó a la madre algo impresionante: “¿Acaso soy yo menos artista que mi hermano?” La sombra de Caín cruza errante por la red ferroviaria española.

Así las cosas, la quijada no tardó en aparecer. En mi coche iba la Princesa de Tracia, su novio o amigo o acompañante, que es podólogo, y un tal Enrique, del que quedó meridianamente claro que es homosexual y que trabaja en algún programa del corazón. Yo esos datos los desconocía. Pero allí se pusieron a gritarse, con un impresionante desmelene, la Princesa y el periodista a cuenta de la autenticidad de sus respectivos títulos, y nos enteramos de todo con pelos y señales. Era asistir en primera fila a un programa del corazón. La sangre, prácticamente, nos salpicaba. Quiero contarlo en mi artículo del miércoles, pero si no me sale, volveré sobre mis pasos, para dar aquí todo lujo (es un decir) de detalles. Me tomé mi sexto café. Como iba en preferente, pude saborearlo sin perderme nada de aquella escena de Almodóvar en directo.

En Sevilla, a las 11:20 tenía aún por delante una buena hora de AP-4 y ya nada podría mejorar el día, me dije, resignado. Todo sería decadencia y cansancio… Pero volví oyendo a Mozart, entusiasmado. A la altura del peaje, lamenté que no se hubiese ocurrido un mísero verso, que es una tradición ya, y entre el barón de Münchhausen y yo garrapateamos este:

En la autopista
ni un solo haiku: bueno,
un viaje zen.
Pero en el último momento, a 1000 metros de la salida, me adelantó un coche con un conductor solitario y, zas, inesperadamente, la Musa.

Leonor había salido a cenar con unos amigos y me pasé a recogerla. No tuve que bajarme del coche. Bastó una llamada de las llamadas gitanas (con perdón), y salió… ¡corriendo! Por Dios, cuidado, que con tanta lluvia hay mucho verdín en las calles.

En casa, tras los saludos saltarines de los perros, pude entrar en Internet para leer la reseña de Peyró (¡gracias, Peyró!) y colgar mi haiku. Leonor esta vez no me afeó el vicio informático porque estaba (01:25 de la madrugada) sacando y contemplando y ponderando y colgando la ropita de Carmen. ¡Qué de favores me está haciendo esa criatura desde el principio, madre! Leí también el artículo de Luis Suárez sobre el descubrimiento de El Lazarillo. Yo soy de los que está muy contento de que se le haya descubierto la noble paternidad, por múltiples razones que debería desgranar en otro artículo, pero no tenía el pequeño dato del Gran Puerto de Santa María. Nada como estar de nuevo en casa.

16 comentarios:

Luis Valdesueiro dijo...

¡Uf...!¡Que odisea! Casi angustia leerla. Desde que los trenes son lo que son,el tiempo ya no es lo que era.

E. G-Máiquez dijo...

Leerla, querido Luis, es una Iliada. Así que muchas gracias por el esfuerzo.

E. G-Máiquez dijo...

El aforismo ferroviario es francamente fino.

Unknown dijo...

Ahora entiendo por qué leí tu estupendo haiku a esas horas de la madrugad: descansa, hombre...
Y, por cierto, lo de la nueva autoría del Lazarillo no es tan indiscutible, según he escuchado a algunos especialistas.

Unknown dijo...

"El aprendizaje es un simple apéndice de nosotros mismos; dondequiera que estemos, está también nuestro aprendizaje".

La chica del 76.

Ángel Ruiz dijo...

Olé, olé y ole. Qué maravilla, qué bien, qué placer leer un relato tan bueno.

mora-fandos dijo...

Casi un stream of consciousness, pero de esos en que el sujeto sale reforzado -y el lector humanizado-: tan raros.

Juan Ignacio dijo...

Hace mucho que no hacías una entrada tan "diario". Para los cholulos. El García-Máiquez detrás de bambalinas. Muy buena.

E. G-Máiquez dijo...

Muchísimas gracias, Lucía, por tu visita al blogg, y por tu leve equivocación del sábado, que fue tan divertida como intrascendente. Yo aprendí también mucho: a llevar bien, con la dosis justa de humor y de seriedad, un malentendido. Me diste un buen ejemplo.
Abrazos grandes.

Y a los valientes que se la han leído entera y han llegado al final con ánimo de comentar y, encima, buen humor, miles de gracias.

Unknown dijo...

Enrique, la entrada es un libro, una obra, una vida.

Saludos

Juan Antonio González Romano dijo...

Qué buena crónica. Parece que hemos estado allí. Eso sí, menos cansados, claro. Un abrazo y a reponese.

Corina Dávalos dijo...

Tu prosa es cada vez mejor, Enrique. Lo del tuercebotas también me ha pasmado a mí...
por cierto, tiene gracia que una de las entradas más largas del blogg tenga como etiqueta un lacónico "haiku"

Anónimo dijo...

Un día que da para esta entrada tan brillante no se merece -encima-un haiku, Enrique, ¡que la avaricia rompe el haiku. JG-M

Miguel García Castaño dijo...

Esto es prosa ágil y lo demás tonterías. Casi le quita tiempo y cansancio al día.

El término "tuercebotas" es tan expresivo como una palabrota, pero sin serlo. Es la expresividad del madrileño llano, como la que tienen tantos personajes de Delibes.

Fíjate en la comparación de los vagones del AVE. En preferente los que tienen todo y se quejan de todo...

Y buena referencia camuflada a Machado al final de aquel párrafo xD.

Cristina Brackelmanns dijo...

Qué gozada de viaje y de relato, y qué bueno el artículo ("la viga que sostiene el techo que cobija a los indefensos")que nos dejabas con ese instinto paternal que se te dispara por días.
Y por cierto ¿qué pasó con los insólitos sandwiches? Con lo bien que te habrían sentado cuando el bajón de vanidad... y lo buen detalle que habría sido, según sacó Jerónimo el Caín, salir al contrapaso con un "¿Usted gusta?".

E. G-Máiquez dijo...

Qué bien visto, CB, el instinto paternal detrás de ese artículo, que yo no había caído pero ahí está, sin duda.

Y qué bien leído, también. Yo estaba muy orgulloso del adjetivo "insólito" para los sandwiches y no se te ha escapado. Me comí uno (el de cangrejo), el de jamón y queso se lo regalé a los gorriones de la AP-4.

Qué acompañado por todos hice este viaje. Muchísimas gracias.