viernes, 23 de junio de 2017

No es nada y otras maravillas


Antes contaba viajes a Madrid, ahora a Sevilla. Acabaré como Xavier de Maistre, con suerte.

¡Y la que tuve! Había ido al médico y oí las palabras más hermosas del mundo (para un hipocondríaco): "No es nada". Observen la plenitud a la que aboca la doble negación.

Más suerte aún: como la mayoría de la tarde-noche la pasé con Ángel Ruiz y con Ignacio Trujillo, ellos la contarán más y mejor.

Antes del médico, fui a misa a la Magdalena. Antonio Machado dijo que el golpe que hace un ataúd sobre la tierra es algo perfectamente serio. Estoy de acuerdo. En cambio, el ruido en la Magdalena era el clac-clac que hacía la tapa de mármol blasonado de una tumba mal encajada. El primero que la pisó, dio un respingo. El segundo, otro. No me extraña. Supongo que al difunto, ya hecho a todo desde el siglo XVII, le dará igual, pero yo sugeriría recogerla con un poquito de cemento.

Más tarde, ya con Ignacio y Ángel, vislumbré una teoría del conservadurismo. ¿No tendría que habernos influido más a los españoles nuestra vieja costumbre de conservar el patio de las abluciones de la mezquita (¡maravilloso el del Salvador!) o el minarete almohade, que luego se remata con la Giralda, nada menos, o el palacio de Carlos V en la Alhambra o la mezquita de Córdoba?

Del majestuoso paso de plata de El Salvador donde habían situado una maravillosa custodia, yo fotografié la pequeña figura de un caballero coronado, entre tantas. No tengo remedio:



La lectura de Alfredo Félix-Díaz, a la que fuimos sin prisa y sin más que algunas pausas puntuales, estuvo extraordinaria. Y aunque volví a llegar tarde, está vez ni tuve que salir pronto ni tropecé con el columpio


La cena fue estupenda, como la noche, y esperemos que mis amigos nos la cuenten. Por si acaso se les olvida un detalle, lo recojo. Fuimos a tomarnos una copa a una terraza con una vista de la Giralda que mareaba. Tendrían que haber llamado a la terraza "Síndrome de Stendhal". Vino a atendernos, precisamente, una camarera con las piernas muy largas, la falda muy corta y el trajecito calado por la espalda. Impresionaba. Pero de Sabina tenía sólo la fachada, como se verá. Le dije que me quedaba una hora y media de coche y que no me venía bien seguir tomando alcohol. Repasó las (escasas) posibilidades que ofrecía la carta y, de pronto, me ofreció un café frío en una copa de cóctel, con una naranja cortada. "Yo lo tomo siempre por las noches para aguantar", nos confesó. Me estaba, pues, ofreciendo su secreto. Cuando me lo trajo, dijo "Esto en mi casa se llama un "engañabobos"". Porque parecía una bebida sofisticada y bien alcohólica, pero no, y supongo que a ella le divertirá poner cara de mujer fatal, con la bebida a juego con sus ojos y con su traje negro, pero sin ceder ni un ápice a los peligros de beber en su trabajo. La mención a su casa fue enternecedora. Volvió luego a preguntarme qué me parecía, y le alegró que me encantase. Y ya no volvió más [lo digo por si Leonor lee esto], pero la vi cuando nos íbamos con una chaqueta vaquera sobre los hombros, y se reafirmó mi idea de que era una estupenda chica de su casa.

El cóctel engañabobos engañó a la perfección al sueño y al cansancio. La autopista parecía cuesta abajo. No veía a la luna, pero sabía que me acompañaba, tan alta como siempre, tan en vela: 

La luna nueva, 
un cóctel de café 
engañabobos.







1 comentario:

Consuelo del Val dijo...

Apunto el nombre de la camarera, Ana. Y cómo se repleglaba sobre si misma, agotada, en uno de los futones de la última planta del hotel mientras esperaba a sus companeros -ya cerrado el bar-.Fue la última vez que la vi.
Esa noche no debió funcionar el engañabobos.