viernes, 3 de enero de 2014

El inmenso columpio


La obra de Miguel d'Ors (Santiago de Compostela, 1946) ya se contaba entre las más intensas, interesantes, auténticas e influyentes del último cuarto del siglo XX. Coincidiendo con el cambio de milenio, inauguró una nueva etapa con un libro de título programático: Hacia otra luz más pura (Renacimiento, Sevilla, 1999), de la que la última entrega es este Átomos y galaxias. Su evolución dibuja espirales de giros cada vez más amplios. Muchos versos se alargan en versículos y se acentúa un prosaísmo en la línea vigorosa de un Víctor Botas. Sin dejar atrás (los círculos, cada vez más abarcadores) ni su dicción transparente y natural ni las formas clásicas ni el uso magistral de los recursos retóricos.

Átomos y galaxias, con sus órbitas nucleares y cósmicas, culmina —por ahora— esa evolución. Los cien poemas del libro remiten a los cien cantos de la Divina Comedia, y simbolizan la totalidad. La intención del conjunto la aclara en el pórtico una gran versión de d’Ors del famoso poema de Hopkins:

Gloria sea dada a Dios por las cosas con pintas,
por los cielos bicolores como una vaca manchada,
por los puntos rosas salpicados en la trucha que nada,
las brasas nuevas de las castañas que caen, las alas del pinzón,
el paisaje parcelado y repartido -redil, barbecho, labranza-
y todos los oficios, sus faenas y aperos y jaeces.

Todas las cosas opuestas, originales, superfluas, raras;
todo lo que es variable, moteado (¿quién sabe cómo?),
con prisa,  lento, dulce, amargo, resplandeciente, oscuro;
lo engendrado por Aquél cuya  belleza está más allá del cambio.

Alabado sea.

Tras esto, los textos se ordenan por orden alfabético según sus títulos, lo que trae a la memoria las Odas elementales de Neruda. Pero el orden alfabético, siendo convencional, nos sugiere que las cosas cantadas podrían ser más y otras. Lo son, de hecho, si contamos con el factor multiplicador de las numerosas enumeraciones caóticas en las que se complace el poeta, que ama y domina ese recurso de raíz borgiana.

Como la diversidad temática, la formal salta a la vista: coplas manriqueñas, sonetos, décimas, romances, versículos, alejandrinos, rimas consonantes, asonantes, interiores, versos blancos, libres, encabalgamientos… Abundan las referencias, los homenajes, los intertextos y los guiños culturales. Además, d'Ors presta su voz a los muchos poetas que traduce o sobre los que escribe variaciones, logrando un efecto coral. Con todo, el tono personal pesa demasiado a veces. En absoluto por los elementos autobiográficos, que tanta fuerza consiguen transmitir, como en "Abubilla", en "Intruso" o en "Lactancia", entre otros. Ni tampoco por insistir en unos temas (los antepasados, su escasa consideración de sí mismo, el montañismo, el astronómico coste de oportunidad de cualquier decisión cotidiana) que son los suyos y que los aficionados le reconocemos tanto. El peso viene de un exceso opinativo —como en la tendencia a terminar con una moraleja— o afán explicativo, que arrincona algo al lector. Véanse las páginas 18, 27, 42, 66, 71, 87 ó 98, que quizá habrían quedado aún mejor sin la última vuelta de tuerca.

Otra variedad más la encontramos en la entidad de los poemas. Titulándose el libro Átomos y galaxias, no puede extrañarnos la complacencia en alternar poemas menores o de circunstancia con los de gran aliento. No hay que confundir este vaivén (sístole y diástole) con diferencias de calidad. Que, sin embargo, hay; pero que no estriban en el tamaño ni en la ambición de cada poema, sino en el protagonismo que adquiere el oficio frente a ese "no sé qué" que el propio d'Ors establece como supremo criterio poético. Compárense el soneto octosílabo "Anticiclón" con su hermano casi siamés “Marzo”. A pesar de las semejanzas, el segundo vuela mucho más alto. Existe, pues, un contraste entre poemas con menos “no sé qué”, (aunque todos esos guarden siempre alguna felicidad, como la guardan "Bolirronchos", "PO-8761-BJ", "Programa" o "Teofanía") y otros, muchos más, que se cuentan entre los mejores de toda la obra de Miguel d'Ors. Entre estos últimos, felicísimos, se encuentran "Bodegón", "Floristería", "Columpio", "Fin", "Intruso", "Laderas", "Miércoles de Ceniza", "Narcisismo", "Orden", "Otoño", "Taller de escritura creativa", "Tojo"… Contraste que no deja de ser, bien mirado, un movimiento orbital más de un libro que no para.

Por ello, Átomos y galaxias gana leído en conjunto, como una gran sinfonía. El poeta culmina su propósito de recogerlo todo (lo pequeño y lo grande, la anécdota y la categoría, lo biográfico —muerte incluida— y lo eterno) en una deslumbrante órbita abarcadora para llevarlo de nuevo al punto de partida, que era —recuerden a Hopkins— una acción de gracias a Dios. En realidad, ni el orden alfabético ni los últimos poemas inducen a pensar que el libro acabe. El poema “Columpio” aúna la nostalgia con la felicidad, lo íntimo con lo cósmico, lo cotidiano con lo trascendente... Para la reseña de un libro circular, que no termina, qué mejor epítome:

Columpiando a Mateo.
                                       Sus padres -vacaciones
en agosto- lo han
                                traído un año más,
y aquí estamos, abuelo
                                     y nieto. Yo le impulso
el columpio. Se acerca
                                      a mí, risa en crescendo,
retrocede, tocando
                                  —paisano momentáneo
de los pájaros— la
                                   bóveda de la tarde,                                                                                                        y regresa a mis manos
                                   con una risa nueva,
y se aleja otra vez,
                                   y... Ya se acaba agosto;
ya pronto, adiós, sus padres
                                               volverán a Pamplona;
yo quedaré en Galicia,
                                         esperando. Esperando
que el inmenso columpio
                                            del año me lo acerque
de nuevo, todo risas,
                                       el próximo verano.      

                                                    4/5-I-11



                                                                                                       [Reseña publicada en la Revista Turia

1 comentario:

Aitor Suárez dijo...

De los hermanos Gilda y Valentín Rincón, esta bonita canción infantil que es también un poema (y trata, igualmente, de un columpio):

Una rama fuerte y alta,
una cuerda y una tabla.
Los columpios son mejores
si en la rama hay muchas flores.
Y más a gusto se mece
si abajo la hierba crece.
Mece y mece, yo me voy
el cabello al viento en flor.
Mece el viento, mece y mece,
sombra y luz sobre la frente.
Meciéndome estoy sentado,
cielo arriba, cielo abajo,
con las piernas encogidas
-cielo abajo, cielo arriba-;
con las piernas estiradas
llevo toda la mañana.
Verde arriba, verde abajo,
mis zapatos van colgando.
Meciendo, me voy meciendo
y la rama floreciendo;
soñando que estoy soñando
y la rama verdeando.
Cielo arriba, verde abajo
y mil flores por todo el campo.