En el comedor, Enriquito se empeña en sentarse en otro sitio del que ha dispuesto su abuela. "Aquí" dice, y repite "aquí", "aquí", con una irritación sorda, que no rompe en pucheros sólo para no perder su firmeza. Tan persistente se pone, que tengo que llevármelo castigado a su cuarto. Y entonces se produce el milagro lingüístico. Cuando vamos por el pasillo del piso de mi suegra, el "aquí", "aquí" se transforma en "ahí", "ahí", "ahí". Cuando doblamos la esquina y llegamos a su cuarto es "allí", "allí"...
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A Carmen se le escapa el globo, que vemos perderse entre las nubes. Queda desconsolada. Y vuelve a llorar cada vez que se acuerda, que es con frecuencia. Quería pintarle unos ojitos y una sonrisa, dice, entre pucheros. Sólo le consuela que le contemos que el globo está altísimo, pasadas las nubes, donde brilla el sol. Qué instinto, me admiro, y que querencia la nuestra por el cielo.
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En el viaje de vuelta a ratos se pelean y se chinchan. Les suelto un discurso y a medida que me lo oigo me doy cuenta de que soy un conservador irremediable. "¿No os dais cuenta que lo mejor vuestro es lo bien que os lleváis, que todo el mundo dice: 'Mirad cómo se quieren'; y no sois como los otros hermanos que se pelean como tontos todo el rato, haciéndose infelices los unos a los otros. Tenéis que sostener y defender vuestro tesoro, no dejar que os arrastre lo fácil de chincharse, no os dejéis cambiar..."
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Dejan de chincharse, pero siguen jugando. De pronto, nuevos llantos. Les digo, ya lanzado: "Eso es lo que pasa cuando hacéis juegos de manos (que rima con "villanos") y de peleítas: siempre sale alguien llorando". "Y siempre soy yo", se lamenta Carmen. "Y siempre es sin querer", se apresura a aclarar Enrique.
1 comentario:
Ja, ja, ja, ¡geniales!
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