[Luis Rosales, El contenido del corazón]
Los niños, campanitas; los mayores, ayuno; en las torres, campanas. En torno a ellas, el mundo solo y desamparado. En la calle, las casas con las puertas cerradas, y nosotros adentro, silenciosos, casi anteriores al bautismo, esperando algo más de una hora después del desayuno. Tenían que dar las diez en el reloj de la Catedral. Como la espera era larga, nos sentábamos. Sin jugar, sin hablar, sin vivir. La mesa de nogal nos ordenaba a todos: los padres, los sirvientes, los hermanos. Entre nosotros el silencio. Las palabras no se podían decir: únicamente se temblaban para comunicarnos de algún modo. Era como si el día anterior continuase aún y la camisa no nos llegaba al cuerpo. Cuando los niños callan, sienten miedo. Cuando los niños callan, se inutilizan; diríase que los ojos ya no les sirven para nada, pero siguen teniendo manos, siguen sintiendo manos que los tocan por dentro. Sentaditos, calladísimos, rígidos, no nos caíamos de nuestros cuerpos porque los trajes nos sostenían. Los más pequeños, más callados. Mientras dura el silencio, el mundo crece en torno nuestro —una gota de lluvia puede caer cumpliendo años— y nosotros, en la penumbra del comedor, sentíamos que el callar iba calándonos los huesos, hasta que al fin mamá nos decía: —Vamos—, y entonces comenzaba la procesión. Pequeños, apagados y silenciosos, más descalzos que el agua, íbamos de puntillas, muy despacito, hasta llegar a los balcones. Allí nos deteníamos: los labios mudos, bisbiseantes, y el corazón igual que en un columpio. A quien piensa en ese día en algo malo, se le pudren las manos. Detrás de las ventanas todo estaba desierto. Parecía que en el mundo hubiera habido un apagón, y nosotros allí, con la nariz pegada a los cristales. Las campanitas eran de barro —todas de igual tamaño— y ahora estaban calladas, cieguecitas, como arropándose en el silencio, mientras mamá, que miraba el reloj de cuando en cuando, nos decía: —Preparados—, aunque era inútil la indicación, pues desde varias horas sólo vivíamos esperando este instante. Las campanitas en las manos; las manos, preparadas; las almas, en su almario, y aquel silencio de Dios muerto, aquel silencio deshabitado haciéndose metal en los oídos, hasta que al escuchar la palabra misteriosa: —Ya—, se abrían todas las ventanas de la calle a la vez, para que el campaneo sonara arriba como el campanilleo sonaba abajo, y sentíamos un muro de alegría que llenaba la calle, con un sonido súbito, restallante y estremecedor, igual, al que sentimos al cruzarse velozmente dos trenes, y en uno de ellos iba yo solo, y en otro íbamos todos, cruzándonos y entrecruzándonos para pasar a otra vida. Los oídos son tan pequeños como los ojos; pues bien, nos entraba por ellos un monte puesto en pie. Si el sonido fuera visible, no lo resistiríamos. Muy a pesar de aquel estrépito se distinguían perfectamente ambos sonidos: el toque arrodillado, hueco y lágrimo de nuestras campanitas, y el son duro, prolongado y universal de las campanas, mientras la calle iban llenándose de gente, y las porteras golpeaban con las escobas en las puertas que aún estaban cerradas, diciendo y repitiendo: —Fuera, demonios, de mi puerta—, y las puertas se abrían; y recuerdo, muy bien, que la campana gorda de la Catedral sonaba sobre todas; y los hombres, como eran hombres, bajaban a la calle; y la calle parecía convertirse en un patio; y yo queriendo estar en todas partes, queriendo estar en todas las ventanas a la vez, llorando de alegría al ver que el mundo no era un sueño; y aquel zascandileo con que temblaban en mi cintura las manos de Pepona sosteniéndome sobre la barandilla del balcón; y las ventanas con racimos de niños; y los niños llenándose de manos; y las manos que ardían; y un solecito manso y haragán; y el son de las campanas que cada vez era más alto, tilín, tolón, mientras las campanitas, rapidísimas, incesantes, sólo dejaban de tocar para romperse; y los mantones prendidos al talle y oliendo aún a hierbabuena, el taconeo, el rumor de las voces, y la calzada de la calle de Angulo que se llenaba de campanillas rotas, de risas, de pétalos de lágrimas que caían sobre el abrazo de los vecinos, y todo era un hervor porque el reloj de la Catedral sonaba ¡al fin! poniendo en punto los corazones; y ésta era la hora unánime, la hora en que nacen flores de repente, y entonces, entre las campanadas de las diez, a mí me parecía que la ciudad de Granada iba subiendo al cielo lentamente, igual que un globo, en aquel Sábado de Gloria.
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sábado, 15 de abril de 2006
LA HORA UNÁNIME
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5 comentarios:
Muy bueno el texto de Rosales, pero es una pena que no nos cuente ustd nada hoy.
Muy agradecido por su interés, tan amable que parece que alguna de mis abuelas haya entrado en internet...
No es pereza la culpable de que no escriba hoy: soy algo grafómano y lo que me cuesta es parar de teclear.
Pero la prosa poética de Rosales es tan espléndida que me he dicho, con JRJ y Víctor Botas: "No le toques ya más / que así es la prosa."
abrazo agradecido
Sí. Mi primera visión de un blog, hace un año más o menos, fue de un "colector de citas". Donde pudiera ponerle a todo el mundo el fragmento exacto que ese día, o la noche anterior, me había impresionado. ¡Cuántas veces he levantado la vista de la página, en la soledad de mi cuarto, como buscando a alguien a quien decirle: escucha, escucha esto...! Recuerdo un poema, "Los delfines del aire" -¿tuyo o de Jaime?- en que tú hermano es esa persona.
Hacemos blogs para saber que no estamos solos.
Estoy pensando en un blog conjunto, con varios administradores, para que puedan colgar entradas originales todos los amigos -pienso en Númenor y en la diáspora-, y no sólo añadir comentarios (que también). El nombre me lo guardo unos días, porque es buenísimo.
Ida estupenda... ¿Qué tal ponerle un primer nombre y luego hacer un concurso entre todos para elegir el definitivo? Yo propongo "The Eagle and the Child"...
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