Mis perros no saben leer, y eso que han devorado más libros (todos los que alguna vez dejé por el suelo) que muchos estudiantes. Por esta vez me alegro de su analfabetismo. Para empezar, se están ahorrando los disgustos que da el encontronazo diario con la prensa. Y ahora se ahorrarán la lectura de este artículo, que a ellos no iba a hacerles ni pizca de gracia.
Mis perros se piensan muy útiles —como cada uno de nosotros, por otra parte—. Creen que nuestro hogar se encuentra firmemente defendido por sus ladridos a deshora y que son cazadores tremendos. La realidad es que, con la vida moderna, los perros han devenido en absolutamente inútiles: su defensa de la casa es, en la práctica, un ataque a la tranquilidad de sus propietarios (y de los vecinos, me temo), y su instinto cinegético no sirve más que para tener a los gatos de los alrededores al borde de un ataque de nervios.
Los perros son gastos, más que nada. Pienso en el pienso, en los zapatos que se zampan, en las consultas del veterinario, en las guarderías caninas, y en los complementos a la moda, como correas, juguetes, collares, casitas, camas y cobertores, entre otros. Su mantenimiento y sus comodidades son tan gravosos para el presupuesto familiar como el nacionalismo catalán para las arcas del Estado. Si alguno de mis lectores está en estos momentos librando con sus hijos la clásica batalla en contra de la adopción de una mascota que todo progenitor libra en algún momento de su heroica trayectoria, sepa que cuenta con mi apoyo. Y no sólo por mi afición a las causas perdidas, sino porque, como comprobará enseguida —en cuanto pierda la batalla—, me he quedado corto en la descripción de gastos y de trabajos del propietario de un perro.
Y, sin embargo, el hombre es el único animal que tropieza varias veces con la misma perra, quiero decir, con esta perra o manía de tener perros. Y, encima, tan contento. Se diría que va inscrito en nuestro código genético. La razón es nada más —y nada menos— que sentimental. El corazón del hombre está hecho para querer y no tiene límites en su desbordamiento. La misión de los perros es, aunque ellos se vean muy fieros, recibir cariño.
Lo devuelven con creces. Nos toman por los reyes de la creación y nos miran entregados. Una imagen muy frecuente, que emociona, es la del mendigo acompañado por sus devotos perros, que reconocen en él lo que nosotros apenas vemos: su enorme dignidad de ser humano, que ni la pobreza ni la marginación amortiguan. Y a propósito, también por esto me alegro de que mis perros no sepan leer. Si ojeasen este artículo, no sólo se llevarían el chasco de que en casa no apreciamos su insomne vigilancia, sino que, a lo peor, también descubrían que el escritor al que homenajean con saltos de bienvenida y al que aplauden con sus sonrientes rabos… no es para tanto.
[Publicado en el semanario Alba]
[Y si prefiere los gatos, pinche aquí]
6 comentarios:
Ésta es la explicación, el porqué. Y no está nada mal:
"El corazón del hombre está hecho para querer y no tiene límites en su desbordamiento"
Pero esto otro es poético, es un descubrimiento estético y emocionante. Es el cogollo del artículo:
"Una imagen muy frecuente, que emociona, es la del mendigo acompañado por sus devotos perros, que reconocen en él lo que nosotros apenas vemos: su enorme dignidad de ser humano, que ni la pobreza ni la marginación amortiguan".
Saludos.
Gracias por los subrayados, que salvan al artículo de su frivolidad canina. Y celebro tu detección del cogollo. Fíjate como son los perros que no cambiarían a su dueño marginado ni por un banquero, ni por un opulento socialista. Y los míos, aunque eso no diga mucho de su juicio crítico, tampoco me cambiarían ni por G. K. Chesterton. Que a propósito, tenía un perro llamado Pickwick, ¿no?
Parece mentira, Máiquez, que alguien tan chestertoniano como perruno como dickensiano confunda el nombre del perro de su maestro, que era un espléndido Scottish Terrier, también llamado Aberdeen Terrier o, incluso, Scottie por la gente que se toma demasiadas confianzas. El de Chesterton se llamaba como un personaje de "Pickwick", sí, pero con un nombre mucho más apropiado: "Winkle". Fue inmortalizado en el prólogo que su dueño escribió a "Meadows of Play", cuyo comienzo copio para solaz de tus pacientes y sacrificados visitantes:
"Mi querida ahijada:
Tu madre escribió estos pequeños poemas infantiles para sus dos hijitas, y es justamente por eso que merecen ser difundidos entre todos los niños del mundo. Es cosa sabida que nunca se comprende bien lo que es esta tierra tan grande. mientras no se posee algún pedacito de ella; tampoco se sabe bien nada referente a las demás cosas del mundo, ya se trate de gatos y hasta de ángeles, sin haber tenido una de ellas. Pero tú, como eres una niña tan buena, probablemente tienes un gato y, con toda seguridad, tienes un ángel. Hace poco tiempo que yo compré un perro: desde entonces miro a todos los perros que veo en las calles o en las salas, a los que nunca hubiera pensado en mirar en otro tiempo, y los miro ahora porque son perros simpáticos, y además, porque no son tan lindos como el mío, naturalmente. También fue por eso, en parte, que tu madre escribió estas canciones; porque ama a todos los niños del mundo, y también porque os ama a vosatras más que a todos ellos."
Gracias por los datos y por la cita de Gilberto. Cierto, la gente se toma mucha confianza con los perros y sus razas. Cuando se cruzan en la calle con mi estilizada Teckel terrier de pelo duro, la gente exclama: "¡Mira un perrito salchicha!", como si la perra fuera sorda...
Mi abuela tuvo una perra salchicha que tenía un genio aún más vivo que ella, (que mi abuela, digo), y me mordió media mano. Mi tío tuvo un cocker que se volvió loco y me mordió el brazo. Y aún así, me caen simpáticos los perros pequeños y juguetones, pero prefiero los gatos: son curiosos y apuestos. Huelen y arañan, pero no LADRAN.
Me consta que Miguel d'Ors está haciendo una clasificación de poetas, según prefieran a los perros o a los gatos...
Veremos qué conclusiones saca.
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